Estoy leyendo «La inútil lectura», de Carlos Skliar, mármara. El ensayo no es claro ni inteligible, las ideas están trufadas de pseudoiluminaciones poéticas, y la filosofía es débil y meliflua imitando sin duda al peor Roland Barthes. Todo lo que se puede decir se puede decir claramente o en un sistema adecuado de símbolos. La expresión clara corresponde al pensamiento claro, y la expresión oscura al pensamiento confuso. El ensayismo inglés es un modelo irrenunciable de rigor intelectual, como no lo son las vacaciones vacuas por la ininteligibilidad de postestructuralistas, derridianos, lacanianos y demás especies. Estos nombres, escuelas o autores incurren de lleno en el terrorismo lingüístico, en el carajal o barullo sin norte. La tesis del libro es atractiva: los libros no sirven para nada, ni para saber, ni para mejorarnos como personas, ni para promocionarnos profesionalmente, en resumidas cuentas, que la lectura es una solitaria singularidad inútil. El autor no encadena o arguye argumentos de modo ordenado y explícito, sino que intuiciones, creencias, subtesis, inferencias, todo lo mezcla en una papilla densa e intragable. Se percibe todo como un engrudo, una pasta irracional con un pegamento muy lábil; el engomado envasa como ideas flotantes, souflé, inconsistentes. El autor se desparrama en una ensalada de palabras. Carlos Skliar posee una mente embrujada por la dimensión más estética que cognitiva del lenguaje. Por ejemplo leemos en la página 98 «Aprender que la lectura es un silencio-aullido que nos hace regresar, atónitos y afónicos, hacia los laberintos sin salido. Leer para encontrar la escritura de un mundo anterior, inabordable, que nos precede, encoge y acoge». O bien leemos en la página 24: «Conocer: un concepto que se sostiene por la fuerza bruta de todo aquello que no es mirado, por la banalidad de considerar solo aquello que está en nuestra frente, o por lo que se dice pero se vuelve indiferente a las palabras. Pero leer no es conocer, sino percibir, adentrarse en la desobediencia del lenguaje, y quizá pensar». Y todo así seguido, con ese tono oracular, apartándose las palabras y los conceptos del uso común y sin estipular uno nuevo, usando unos obiter dicta nunca justificados ni perspicuos. Infortunadamente compré el libro por el título, sin inspeccionar por arriba su contenido en la librería, atraído por la edición, compulsivamente. No dejo de pensar que contribuí al éxito de un libro muy malo. De un estilo de libro o ensayo muy ya desfasado.
También estoy leyendo «El museo de la inocencia», de Orhan Pamuk, Mondadori. Voy por la página 70 -lo empecé hoy- Afortunadamente la novela ahora empieza a tomar aliento y consistencia. Hasta aquí parecía un culebrón turco ésos de lujo, erotismo naif, romanticismo sentimental y plano, y amor arrebatado e irreal, amor de papilla tópica.
La traducción es un horror; usa permanentemente la forma «había + participio» («había comido» en lugar de «comí», «había cantado» en lugar de «cantó») incluso a veces en tres ocurrencias en la misma frase, eso por no mencionar los inelegantes «en el cual», «por los cuales», «entre lo que», y otras fórmulas expresivas que convierten la lectura en un tren traqueteante pasando por un túnel oscuro. Suena todo a un castellano verborreico, fatigoso, nada ágil, pesado de modo innecesario, de fluencia artificial (hay plasmaciones sintácticas muy bulbosas y muy feas) , dificultoso, enervante. Se percibe la traducción no como transparencia feliz, sino como barrera o muro a franquear; todo es como un castellano enladrillado, una lengua que en vez de jaeces parece que le ponen grasa y pelagra. Mondadori debiera cuidar la edición pues los fallos no son sutiles ni de filigranería intelectual, sino autoevidentes, groseros. Uno se gasta sus buenas perras en libros y….
Por lo menos lograste un excelente artículo de tan malos libros 🙂
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Muy amable. La verdad es que hay mucho quincallero del pensamiento, y, hacerles un test de claridad, es la mejor forma de detectarlos.
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