La bonhomía de Dios

Mi Dios no es el de las laceraciones y los estigmas, de los cilicios y las renunciaciones. Se parece más a la bonhomía de Falstaff. Me permite vivir, no negar, afirmar y no denegar, consentir y no prohibir, amar y no temer, creer y no olvidar, desprenderse y no atesorar. Mi fe es el sentimiento particular de que dentro de la general maldad humana -el mundo no es bueno, el hombre no es noble-, existen chispas de salvación. M fe cree en la música del trigo, en el color de rosa de la fantasía, en el azar, la infancia, los jardines, en la ternura del silencio, en el fuego sagrado de los registros poéticos, en sutiles y móviles almas que más y más se mueven hacia dentro. Hijo sin hijos, todavía amo. Ojos como ventanas de niebla, todavía amo.
Me queda poco de vida (a lo mejor no). A mi pésima salud se han sumado ahora unos síntomas parkinsonianos. Pero soy extremadamente feliz. No creo que esto de aquí abajo, feo y sublunar, sea el final, «sé» incluso que no es el final. Mi vida tiembla ardida en la plenitud del instante. Creo. Mi fe es un báculo de nácar. Bajo la luna en cuarto creciente siempre habrá alguien que oiga una canción infantil. La muerte es un capricho pequeño y encima no es mía. Fe. Decir un gran y solar «sí». El placer y los duendes del gran «sí». Hoy me dieron el alta del hospital. La mañana sabía a gajo de naranja en los labios de una adolescente enamorada. Sí a todo esto.

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