
Sitges, verano del 86. Haraganería en las hamacas, cremas, balones de Nivea.
Y no me atreví a besar los dobles bombones de champán de tus pechos,
ni a lamer las brújulas erizadas o las brujas enraizadas de tu pelo,
ni a partir en la nave al lejano extranjero contigo,
ni a amar el viento y la bruma y la niebla del cordón delgado de tu bikini,
o el leve verde de tus ojos como una escarcha (quinqué de luz) que destella en mitad de la noche.
Avanzan por la oscura memoria las olas, tu hermoso cuerpo moreno, la derrota y las ruinas.
¿No era tanto mi deseo en aquel instante?¿no era tanto mi amor?
Pero solo asomó la luna sangrienta y mortal dentro de las sentinas
de un invierno que en mí sería perenne.
No te atreviste a amar (ésta, y en tantas otras ocasiones);
no te quejes si ahora los mastines del odio
marcan con sus ácidos orines
el único y solitario y tenebroso círculo donde puedes vivir.
Tu alma, cuando sueña, es un despedazado anfiteatro,
con actores decrépitos y desmemoriados,
con el auditorio con maniquíes espantosos y ridículos.
En el aire puro, a los limpios dientes de la sonrisa del alba
tú no les pusiste zafiros orientales sino densas bostas de vaca.
Tu destino, querido patán, cobarde lerdo, es el infierno.
Los monstruos solo deben vivir encerrados en su infierno.
Y contempla como tu mente se alimenta de vagas
supersticiones de bárbaros, de observaciones imperfectas,
de desorganizadas razones; así es tu mente pues desecaste la fuente del amor, indiscernible de la del conocimiento.
Tu mundo se ha convertido en distintas velocidades de aguarrás,
en relámpagos formados por cucarachas, en zumbidos de marmota
y espectros de sílabas vacías.
Un traqueteante mecanismo de incisivos picotea tu corazón.
A nadie amaste Christian, una soledad de burda patología fue tu camino; dejarás tus infectas huellas en el mismísimo infierno.