
Permítanme la vanidad desmedida, la soberbia desmesurada, la presumida petulancia, de observar que mi biblioteca rebosa o casi alcanza los veinte mil volúmenes. Gasté pecunio y ojos al formarla, y es mi único patrimonio, patria y desvelo. Cuando me vine a vivir a Galicia desde Barcelona (ahora vuelvo a estar en Cataluña) todo un señor tráiler cargó con decenas y decenas de cajas. Pero aunque sobre gustos y colores «non disputandum», no hay querellas, he de admitir que es una biblioteca básicamente aburrida, a imagen y semejanza del lector que la sueña y vive. Excepto un centenar de títulos de libertinos dieciochescos franceses y dos centenares de novelas bizarras y extravagantes, excepto rarezas curiosas y muy divertidas, excepto los anaqueles de la literatura de ocasión, la de mero (y también feliz) entretenimiento, poca miga o chicha tiene. Abundan los grandes nombres que gustan hoy poco, abundan sofismas inevitables y plúmbeos o farragosos ensayos. Mi biblioteca es como una chica que enamora por sus calidades interiores intrínsecas, por su belleza interior, y no por su despechugado y llamativo escote. Es una biblioteca mohosa, tímida, pudibunda, gafuda, empollona, escolar, recatada, de esas que evitan las deliciosas vampiresas gamberras o los chicos malos. Sería buena herencia para una diócesis y no así para los vestuarios de una piscina. La cultura es una señora vieja, arrugada y antigua, una anciana venerable, desprovista o no ataviada todavía (creo) con piercings y cabellos teñidos de verde. La cultura está en trances de desaparecer, sino ha desaparecido ya, diluida en formas masivas y mercantiles de «divertissement». Pero toda norma se define por sus excepciones. Y ahí entra la novela a reseñar, Crezco, de Ben Brooks, editada en la jovenzana y moderna (y más bien mediocre) Blackie Books. El autor tenía diecisiete años al escribirla. Y esa es su Némesis y su falla. La novela es flojita debido a la cultura insuficiente y no desarrollada del autor (que, si madura con sagacidad, puede convertirse en un muy buen novelista, pasar de la tosquedad de la fruta verde a la melosidad de la fruta en una compota) Vale en tanto retrato testimonial y generacional, pues carece de méritos lingüísticos o fuerza cognitiva o galas en las frases y descripciones o sabiduría en la trama. Cuando la lees lees el retrato vivencial de un chaval de ahora mismo, del hijo del vecino o de tus amigos, y casi lo percibes a él asomado al ordenador escribiendo y tú actuando como un indiscreto voyeur. La historia de Jasper -el protagonista- es en puridad la historia sin artefacto ficcional ni narrativo de Ben Brooks, un adolescente típico a principios del siglo XXI. Y aquí es donde el reseñista se convierte en un molesto moralista; este chaval adolece o carece de experiencia y madurez, pero en cambio no está influido por la inercia de la tradición para ejercer de contrapeso. No aparecen los abuelos, no lo educa la escuela ni sus padres, sino la pandilla, el Facebook y los chats porno, las fiestas y el uso abusivo e inconsciente -muy irreflexivo- de las drogas, los amigos -bonita y atractiva su amiga Tenaya- , la música moderna y la superficialidad. El chaval es avispado, inteligente, simpático, vulgar como su época, neurótico como su época, vacío y nihilista como su época, festivo y hedonista como su época. Los sabios antiguos nos recomendaban enfáticamente la «autarquía», esto es, la condición y capacidad para bastarse a sí mismos a partir de una vida serena, mesurada, tranquila, ordenada y sencilla. La felicidad ideal se lograba a través de la libertad y suficiencia interiores, ponderando actitudes y conductas como el autodominio y la constancia. «El trabajo constante puede con todo» observó Horacio, y, sí, el trabajar o elaborar nuestra espíritu y trabajar constantemente sobre la materia acaso sea la vía regia para el bienestar. La grosería moral induce infelicidad. La galanura y valor de un hombre consiste en evitar lo antes posible mentalidades infantiles. El futuro del protagonista se presume muy poco autárquico. En la novela no hay casi reverencia por nada, casi no hay tampoco respeto por nada, y los protagonistas están empapados del peor emotivismo, ya que la emoción jamás se une al conocimiento. Sus movimientos parecen diseñados por el más cutre plató de televisión. Ni sosegados ni serenos (en la medida que pueda serlo un joven) carecen de convicciones para hacer grandes obras (a la escala que fuere) y su vitalismo es terriblemente improductivo y autodestructivo. Ni quieren ni buscan ni desean pasiones nobles, sentimientos generosos, virtudes y creencias arraigadas. Su sensibilidad se reduce al «gusto por el fango» y a naderías como latigazos lúgubres. Si interpretamos el mundo a partir de novelas como Trainspoting y ésta, el panorama no puede ser más desolador. Nietzsche habló proféticamente de la muerte de Dios. A veces creo que la elegía o el réquiem debe predicarse (otra vez, asomando en mí el irrefrenable moralista) por nuestra mente o nuestro corazón.