SITGES POR LOS SETENTA
De «El falso aristócrata»
La vida era un fresco dulce de Pisanello.
Íbamos a Sitges los fines de semana
a aquel hotelito de jardines versallescos
y la patria era el sonido del agua
y el mundo una eterna realeza de jazmines.
El cielo nuevo, la vida nueva, las camas nuevas.
Dentro de ese caldero de amor puro
se mojaban nuestros labios.
Errantes guantes argonautas
igual a babilonias de sortijas
eran la confiables voces de los gays
que tanto me querían y cuidaban
las muchas veces que os ausentabais, mis papás queridos.
De regreso del baño y los paseos
el humo del mar era un fresno y un tufo a paella buena
sabían muy frescos los cangrejos
y nada tumefacto -todo lo contrario-
era el astro perpetuo a lo lejos, amable y lírico.
Siento el salitre de luz imantando las altas terrazas del gozo.
Ahora tú papá estás muerto, mamá enferma y yo destruido.
Ahora el mundo es un cartón húmedo,
es telebasura y carencia de humanismo.
Los bárbaros se apoderaron de la ciudad.
La grey nos insulta con su cabeza cateta.
Hombres de patética categoría informal
meros mercaderes agitanados
con su prole hortera y chillona
despiezaron nuestro potro pura sangre.
Así mejor no vivir y solo recordar.
La belleza, como el placer, es asunto de pocos.
Pero Sitges es una Virgen altiva que gotea
en las embajadas de lo Posible
al reino de la Necesidad:
la fuerza invulnerable del Placer y la Gracia,
la fuerza de saber que sí, que aquellas villas fueron nuestras
antes de okupas y hormigón a mansalva.