El viento impulsa mi mente hermética
y otra vez creo estar engendrando oscuridad, deserción, lobreguez,
pero cerca de la pálida orilla del mar, meditabunda y solitaria,
veo a una niña pelirroja construyendo sus castillos de arena
y advierto que mis meditaciones son cosas que no existen (ni la negrura o el limo espeso de la limitación)
y que los párpados sublimes del océano
encierran urnas de amor y gratitud
y que cuando la niña sea mujer sus pechos cuajados regresarán a otras playas.
Aunque palabras de invierno agrieten mis labios
y un zumbido de melancolía carcoma mi mente y se evada de las esferas del cielo
todavía creo, contemplo, resisto, no me doblego, no claudico, no me rindo, todavía examino y todavía admiro.
Christian, puebla tu soledad con el espumeante griterío de agonías y éxtasis,
con las campanas submarinas de una iglesia de aldea antigua.
¡Campanas que alumbran candelabros, ábsides, areópagos!
¡Veneros de diamantes y ojos de elfos en una manada de jóvenes mirlos!
¡Rayos silvestres sustentando el bosque rosáceo donde la mente enjuaga sus lágrimas!
¡Cuán buenas, querido, son realmente las cosas y qué tranquilas las estrellas!
Propiedades que no existen: la acedía, la patología, el murmullo agramatical del mundo.
Escríbelo: la sonrisa de esta niña pelirroja, pecosa y solitaria, en la alta playa de arenas rubias,
vale más que el comercio o negocio industrioso y atareado de los hombres,
que la civilización ociosa de los desdichados solitarios y los bares de madrugada.