
La desbordada era técnica, el «enterteinment», los medios de comunicación de masas, las redes sociales, la moral gaseosa, el arrancar de cuajo el pasado del presente, la banalidad o el divertimento como primer principio en la tabla de valores, reducen la razón y las obras del espíritu a pacotilla. El pensamiento cede su lugar a un mundo ridículo lleno de fanáticos, hooligans y zombis. El triunfo de la memez sobre el argumento ponderado y crítico, la retórica u opinión sin gramática, es decir, sin entendimiento, la retórica sin lógica, es decir, la opinión sin análisis, es el maleficio de una sociedad convertida en adolescente y fracasada en su instrucción. Un abrumador oscurantismo nos envuelve.
Los lujosos zapatos de Manolo Blanik equivalen a Shakespeare, los tiburones en formol equivalen a Las Meninas, una historieta intrigante que a lo sumo te provee de ciertos y entretenidos anabolizantes didácticos significa lo mismo que una novela de Thomas Mann o Nabokov o Proust, lo que leen las lolitas equivale a Lolita, un fascinante partido de fútbol equivale a un ballet de Pina Bausch, un famoso y estrambótico modista a Picasso o Rodin, el coribántico ritmo del rock a una melodía de Duke Ellington, la ingeniosa y eficaz frase publicitaria a un epigrama de Marcial, los inarticulados vagidos románticos kitch de una escritora con innumerables seguidores en Twitter equivalen a los monólogos de Virginia Woolf, las irracionales, elementales y vaporosas prescripciones de un coach a las clases de un preboste de Oxford, las canciones juveniles mercantiles promocionadas por programas de la televisión pública a un cuarteto de Beethoven, un poema de Marwan a un poema de Cernuda, la fugaz noticia en el telediario a la sesuda monografía, las opiniones políticas de un actor o un cocinero tienen más resonancia que las ideas de un filósofo o un científico, los modos sensacionalistas de un periodista más público y audiencia que el inusual rigor informativo, la visión de películas pornográficas más glamour que las homilías de un docto cardenal, los vídeos motivacionales de YouTube del joven «influencer» equivalen a Séneca, el masaje de quiropráctico espiritual de Paulo Coelho equivale a la moral kantiana, las fotos de una guapa modelo en Instagram equivalen a la Venus saliendo del mar de Moreau, la voz de Shakira equivale a la de María Callas, el videoclip de un grupo de reguetón equivale a una ópera, la alocución matinal por la radio equivale a un evangelio bíblico, la serie de zombis equivale a Cuento de Navidad.
El humus de esta subcultura con sus notas antihumanistas, antiilustradas, antielitistas (élite simplemente significa lo mejor), ha provocado que la opinión del Premio Nobel tenga el mismo nivel que la del sandio más radical o más zafio. Umberto Eco observó que ahora las redes sociales le dan el derecho a hablar a un montón de idiotas y que Internet ha promovido al tonto del pueblo en portador de la verdad. Mi punto de vista es más drástico. Creo que la esfera pública (la vida política, institucional, universitaria, intelectual, artística, burocrática, empresarial, deportiva, et caetera) presenta indicios de la invasión de los idiotas e ineducados, que la invasión bárbara saltó de Internet al globo (o acaso estaba ya en el globo y por eso pudo saltar a Internet). Quizá mi creencia es una hipérbole poco razonable, pero el estilo indulgente, informal, lleno de exabruptos e ira, el estilo agresivo y grosero de Internet, el estilo vulgar e ignorante, de chusma y horda, narcisista y neurótico, culturalmente paupérrimo, estéticamente raquítico, intelectualmente ínfimo, propio de Internet, yo lo empiezo a ver transferido al estilo del mundo. Que los imbéciles o bárbaros sean los portadores de la verdad y la cultura no es más que otra abrumadora e irremediable tragedia moderna.