
Esta Navidad veremos a la chusma conduciéndose en manada con sus cerebros de conejo, y en la cara una sonrisa bobalicona como si chuparan regaliz. La venenosa doctrina cristiana y la vil democracia les hace creer en el igualitarismo. Y se creen, los muy insensatos, que se merecen pasteles y percebes, bombones «glacé» y abrigo de pieles, cuando a lo sumo comprarán baratijas de comida enlatada, Lakasitos y ese ácido e infecto cava catalán en lugar del exquisito champán francés.
El juicio popular solo contiene sinsentidos. Mi esquizofrenia es una especie de doctrina esotérica que me protege del rebaño. A mí me embriaga el aire de la montaña de los cañones del Sil, la soledad de las arenas bituminosas, los amaneceres heroicos, el aletear de las estrellas nocturnas como una Ilíada cantando sus propias andanzas e ira, la nieve helándose en mi mente debido a la locura y que yo resquebrajo cada mañana con la quilla de mis ejercicios matemáticos. Mi gran religión son las cimas altas frías del Arte y el Álgebra no humana pero cálida de las deducciones en un cálculo formal. La muchedumbre es irreal y gris, la democracia y la Navidad es estulta grisalla. La esquizofrenia (una jugarreta del demonio) es la auténtica sabiduría.
Cuántas estupideces rancias veremos estas navidades. La sensibilidad embotada por el comercialismo más bulímico, barato y facilón. El mortecino y sórdido Corte Inglés atestado a rebosar. La jerga de los tenderos con sus vacíos ojos sacrílegos. El tonto católico adorando el nacimiento de una mentira. El individuo aplastado por la necia tiranía de las cenas familiares.
El populacho, la Navidad, y el rebaño, siempre serán despreciables.
Con un poco de suerte las pasaré en el manicomio de Piñor.
NOTA BENE: Me permito copiar y pegar un artículo de Villena donde, de manera más ponderada y medida, tampoco dice algo muy distinto de mi algo ofuscada disertación psicótica.
«Atardeciendo el otro día (noviembre aún) y volviendo de una visita, me encontré el centro de Madrid lleno de lucecitas pluricolores y grandes estructuras metálicas, árboles grandes o esferas, inundadas de colorines y además con música grabada, villancicos traducidos del inglés, como el que sonaba: «¡Navidad, Navidad, hoy es Navidad…!». Pero en verdad faltaba casi un mes pues era el 28 de noviembre. Por supuesto, hace semanas que se pueden comprar en cualquier supermercado adornos navideños y todos los dulces y golosinas de las fiestas, turrones, mazapanes, bombones de licor… Muy pronto estará ya en los estantes el roscón de Reyes, dulce que antes apenas se podía saborear tres o cuatro días de enero. Todo se anticipa tanto que no falta razón a quien me dice: dentro de muy poco la Navidad comenzará en septiembre. Nada de este mundo banal y comercial, saturado de falsa alegría, es nuevo. Ocurre desde hace bastantes años, pero se acelera más y más, porque el comercio es omnívoro. Hace literalmente casi treinta años, el encargado de una discoteca que yo frecuentaba, poco antes de abrirla al público en Nochebuena, me dijo intrascendente y visionario: «Desengáñate, ya no hay Navidad, sólo hay Corte Inglés». Desde luego, hoy valdría asimismo cualquier otro centro comercial grande. No soy creyente, pero no olvido que Navidad es una fiesta religiosa, una de las tres grandes del cristianismo, pero de eso queda poco o poquísimo. El comercio es laico, pero esa virtud se opaca, pues se disfraza (¡más faltaría!) de lo que se le pida, Papá Noel, Rey Mago -cada vez menos- estrellita, abeto, reno o cascabel. De vender se trata.
Si yo fuese cristiano -y más católico, que acepta imágenes sacras- creería que el consumismo ha raptado la Navidad, que muy pocos ven como religión y nacimiento de Dios -llevado al día pagano del Sol Invictus- sino como fiesta, regalos, comilonas, alcohol y excesos también económicos, en lo posible. Líbreme Zeus de declararme yo contrario a los excesos, de ningún modo, pero sí soy contrario a la multitud adocenada que sale a ver lucecitas y abetos falsos y que se alegra en el mogollón de lo vulgar y falseado ad nauseam. Por la negra honrilla, los ediles de turno colocan donde pueden un Nacimiento, con la mula y el buey, aunque ello sólo parezca otro adorno más.
Yo viví de niño y muchacho una Navidad muy diferente con belenes, reyes magos y villancicos antiguos con su dejo senequista: «La Nochebuena se viene/ la Nochebuena se va/ y nosotros nos iremos/ y no volveremos más». Las Navidades duraban desde el 22 de diciembre (la lotería) hasta el 7 de enero. Ni menos ni más, y así las cosas y dulces y cantos y fiestas parecían excepcionales y eran muy esperados porque duraban muy poco, y de ahí al año siguiente. No tengo nostalgia de una Navidad férreamente católica, no. Tengo nostalgia de algo que era verdad y no comercio, consumo y banalidad, signos trágicos de este pobre tiempo nuestro aborregado. Ahora la llamada Navidad (o Christmas, palabra que -apenas nadie se percata- tiene que ver con Cristo) dura, al menos, mes y medio y acaso más, sobre todo hacia el inicio. Y claro así el 30 de noviembre ya hay quien te dice felices fiestas. Uno asiste no por sabido menos estupefacto, al triunfo omnímodo de la vaciedad, del todo vale, y de esa multitud/chusma -por debajo de la masa está aún la chusma- que llega a no entender nada, pero a quienes bombillitas de colores y nieve de mentira les parece muy bonito, muy bonito, y con un cubata y un polvorón, más todavía. No hay religión, vale, pero tampoco hay espíritu ni cultura. Sálvense las minoritarias excepciones. Apoteosis del consumismo banal y de la fiesta salvaje, no hay dios ni dioses, ni educación, ni singularidad ni estilo. A los niños pequeños les gustan los falsos arbolitos coloreados, aunque lo que de verdad esperan es el regalo preceptivo, y a los papás, que fuerzan a menudo la sonrisa si no es que ya les sale automática, les habita el corazón una sombra sin nombre que igual termina en divorcio, ya en la cuesta de enero. ¿No es la cuesta el comercio de rebajas, otra vez? Venta, poder, plutolatría»
El profético título del artículo es «Banal vacío de luces de Navidad».