
Pasé muy mala noche, casi no dormí. Ahora una mañana oscura, lluviosa, lipemaniaca. Tuve la íntima sensación que existen dos estados en los que se destruye el lenguaje: la psicosis y la monomanía melancólica. El lenguaje, si debemos adjetivarlo, es algo así como refrescante y rosado, lo opuesto a un adefesio frío y apático.
Siguiendo esa línea de pensamiento, desde mi atalaya solitaria, seclusa, intuyo que la angustia y decrepitud moral se alivia si uno es capaz de encontrar las palabras e imágenes que faltan para discernirla. Lo que en inglés llaman «crisis of literacy» yo lo traduzco como una crisis o merma del espacio psíquico. Cualquier conflicto requiere palabras para decirlo; si careces de esas palabras, el conflicto se enquista. Las redes sociales, el alcohol y las drogas, la soledad melancólica o la agramaticidad psicótica, agrietan y devastan el espacio psíquico. El lenguaje tiene una dimensión terapéutica.
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Borges dijo que empiezas a escribir sencillamente, después pretendes ser original, luego escribes imitando a tus maestros, para acabar escribiendo otra vez sencillamente pero habiendo pasado por esas otras tres fases.
Yo, por vanidad, propendo a lo barraco. Pero en mis poemas, aunque a veces les sobran quincalla, tiendo claramente a una gran sensibilidad lógica. Clásico, para mí, significa ordenado, claro, inteligible.
Muchas veces el poema exige una primera redacción como una eyaculación (este blog es un ejemplo de esa lefa expulsada) Pero después la impresión se queda dormitando en mi interior, a veces durante años, y la expresión de esa impresión se va reelaborando, afinando, lenta, pausada, inteligentemente. Saco farfolla, tacho, sutilizo, aclaro, busco el giro memorable. Por eso en la presentación de «Multitudo non sequitur» digo que todo lo escrito en él es embrionario.
Mi literatura madura al hilo de mi vida y no, en absoluto hasta ahora me hago cargo de ella.