
Cuando dejé mi trabajo estuve a un tris de dedicarme solo a estudiar, pensar y leer. Observaba con sumo displacer la desidia e incuria que caían insensibles e inclementes sobre las formas culturales, a aquellos viejos mandarines que me formaron (Curtius, Mann, Eliot, Auden, Auerbach, Riquer, Riba, Cavafis, Pessoa, Eckermann, Bloy, Kernan, Flaubert…) orillados y sustituidos por Másteres en la Universidad sobre «Liderazgo emocional y Empatía», «Ideas filosóficas en la Televisión», «Sexo tántrico y parejas conscientes», «Constelaciones familiares», «Dinero y conciencia» y otro suma y sigue de barrabasadas, memeces o chorradas chiripitifláuticas. Con ortografía singular uno, perplejo, triste y decaído e irónico, solo podía proferir, como hizo Flaubert en Bouvard et Pécuchet, «C´est hénaurme!» y «Quelle hhhindignation!».
Pero me inventé como escritor -una vieja vocación- y, a la par que solidificacaba mi descubrimiento -mejor: atestiguamiento- de ángulos de mi personalidad y que ejemplificaba o insinuaba mis convicciones, iba forjando una lengua entre coloquial y culta. Soy un escritor con una voz, un mundo y una forma particular de expresar ese mundo y esa voz. Pero no tengo ningunas ganas de publicar (previo trabajo obsesivo, que no hice, de pulimento); ya se han publicado demasiado libros en este inmundo mundo.
Dos razones más: nadie te lee y nadie desea leerte. Se lleva la oralidad ilustrada en imágenes de la televisión y las redes, y se descree del hombre tipográfico, aquel que emplea argumentos complejos, que selecciona la información según su relevancia, la jerarquiza, la cataloga, la discrimina y sopesa y matiza, y así la transforma en conocimiento y, tras más depuración y reflexión, tras más contraste y tensa dilucidación, la convierte en sabiduría. El Homo Computans solo desea brevedad, fragmento, inconexión, deshilachamiento, espectáculo, irrelevancia y banalidad. Estas son las palpitaciones de los tiempos. Un escritor para triunfar solo debe tener un objetivo: entretener, divertir, así, sin más problemas. Y su lenguaje no debe levantar un palmo del suelo. Debe escribir de forma elemental, podada, sentimental, charlatana.
Recorro con la mirada compungida esta masa de gente totalmente igual y cada vez más baja. Sé que vivo una oceanografía de la banalidad, en una especie de parque temático de bajura y vulgaridad. Como constató profético Benjamin, el avance de la civilización se paga con el precio de una inevitable barbarie. La grosería de todo ya es literalmente escalofriante.
Donde mejor estoy es en mi torre de marfil, muy lejos de las pezuñas democráticas. Mi lujo mental y mi soberanía intelectual no se avienen con esta plutocracia del gran número analfabeto o acémilo. La base de la pirámide es muy ancha y la cúspide muy estrecha y picuda. Sigo estudiando y leyendo. No, no envilecí mi vida.