
Existen libros para tragar, para digerir y otros para saborear. En una reformulación de esa misma idea, si, al catalogar nuestra biblioteca, nos basamos en esa advertencia de Bacon, tendríamos, primero, un estante con libros de imprescindible lectura, segundo, estantería con libros de lectura opcional, y, tercero, una balda/s con libros de lectura sugerida; se me ocurre una clasificación al hilo de estos pensamientos; existen buenos libros buenos, buenos libros malos, y malos libros buenos (los malos libros malos, en un mundo ideal, debieran ser impublicables)
¿Cómo creo que es el libro -un «best-seller» mundial- del filósofo canadiense Lou Marinoff , «Más Platón y menos Prozac»? Un buen libro malo con algo de mal libro bueno. Lo mejor, desde mi punto de vista, es su claridad mental prístina, su claridad desembarazada y transparente, la argumentación perspicaz, ordenada, delimitada, patente y esclarecida, la compacta claridad como cortesía, forma y estilo filosófico.
La tradición analítica -no ya un corpus de tesis filosóficas sino una «maniera» de pensar- dejó en la historia de la filosofía una lección irrenunciable, a saber, que todo lo que se puede decir se puede decir claramente o en un sistema adecuado de símbolos, o, reorganizando esta intuición o sugestión, si no PUEDES decirlo claramente, entonces se DEBE a que tú mismo no lo entiendes.
Hay individuos -o alumnos- que se empecinan en creer que sus pensamientos son claros y precisos, pero en cambio la expresión lingüística de esos supuestos pensamientos claros es en su lugar oscura y confusa («Profe, yo lo sé y lo entiendo perfectamente, lo que ocurre es que no lo sé explicar…[?])
España, un país culturalmente colonizado, tiene -o tuvo- mucha influencia de tradiciones filosóficas como la francesa o la alemana (o parte de ellas) donde el pensamiento farragoso y las inspiraciones de tipo oracular sustituyen a la prueba explícita y la argumentación diáfana. Un buen filósofo es un filósofo con buenos argumentos (en un campo donde la evidencia empírica es cuando menos indirecta o remota), y, un buen argumento, entre otras cosas, debe ser manifiesto, claro (a diferencia de un «argumento-souflé«; ambiguo y vago o impreciso)
La quincallería intelectual, la profundidad de apariencia y no de esencia, por desgracia abunda entre pseudo-filósofos; existen grandes filósofos como Hegel o Heidegger expertos en oscurecer la expresión; resultan un pésimo modelo a imitar, un verdadero contraejemplo o «macabre example» como diría Jack el Destripador)
El archi-vendido libro de Marinoff es una simple hebra en la milenaria tradición de la filosofía como medicina o terapia del alma. Ahora se llama «Philosophical Practice» -«Filosofía práctica o aplicada- y existen múltiples revistas académicas que la estudian y multitud de asociaciones de practicantes o «Asesores». El asesor filosófico temo o creo que acabará siendo una especie más de coach o mero dispensador de aforismos a sus clientes.
El único consejo (sobre la vida o el mundo) que me parece válido es el que uno se da a sí mismo previo examen o inquisición o meditación tranquila y serena del tema a inquirir o meditar. La filosofía siempre resultó un auxilio ideal para que esa semilla que, insisto, debe brotar desde dentro de uno mismo, dé sus frutos. De otro modo es palabra muerta o fármaco que no sana -ya Platón señaló la ineficacia de las palabras «exteriores».
Cuando resolvemos problemas (el temor a la muerte, el propósito o significado de lo que hacemos, el análisis de la calidad del amor hacia nuestra pareja, el partido político al que queremos votar, la capacidad para tolerar la soledad, etcétera) no solo tenemos ideas sino ideas que resuelven (o intentan dilucidar y resolver los problemas en una primera tentativa) ideas que resuelven -decía-los problemas de manera adecuada y feliz. Para ser realmente creativos y efectivos al resolver problemas (o en la tentativa de resolverlos) hemos de sopesar si una nueva idea es buena o no, y la lógica y la cultura son indispensables para estas tareas.
La filosofía ayuda a vivir, a vivirla con plenitud y sentido pleno; las humanidades ayudan a vivir (esta es una verdad incontestable y definitiva que la cultura contemporánea parece obcecada en ocultar) Evaluar, comprobar y modificar ideas, dudar y evitar extremismos inútiles e ignorancias ciegas o dogmatismos irracionales, son actividades prototípicas del buen método filosófico. Aplicar ese método al examen de la propia vida es un tópico ineludible, algo que hicieron Sócrates, Platón, Aristóteles, San Agustín, Epicuro, Marco Aurelio, Wittgenstein, Descartes, Quine (también, a su modo), Boecio, Lao-Tsé, Confucio, Santo Tomás, Sexto Empírico, Pirrón, Séneca, Bacon, Hume, y así ad nauseam.
Innumerables poetas y escritores y pintores y músicos -vano mencionarlos- meditaron asimismo con suma calidad sobre los eternos temas de la existencia (el amor, el placer, la muerte, Dios, el miedo, la bondad, la historia, la sociedad, el sentido de la vida, la belleza, et caetera) Marinoff pone su píldora o granito de arena a esta tradición. Como divulgador mereció su éxito. Tiene el don de saber popularizar las ideas, lo entiende hasta el culto razonador Messi o el humilde y virtuoso Ronaldo. Ojalá logre que algunos lectores suyos vayan a las fuentes originales.
Si yo escribiera un libro de filosofía -algo que no descarto-, sería, si no mejor que el de Marinoff, al menos no peor. Por eso apruebo, valga y permítaseme el sistema arbitrario y exótico, «Más Platón y menos Prozac» y lo recomiendo.
NOTA BENE: Estoy muy cansado y escribo mal. Russell escribió miles de páginas y nunca corregía. Una bendita excepción a la norma. De nada, queridos.