Muerte del aldeano

Mi aldea tiene un silencio de hospicio
que atempera la emoción y da forma métrica a los cielos.
Aquí las frondas tienen esencia de tumulto
y lo inferior asciende
y la nación se llama Júpiter
y el fresco de la luna cae sobre la yerba
y una diafonía oriental es la costumbre de las abejas y los menhires.
No queremos cafés-cantantes que niegan la selva de nuestras lunas,
ni coches marciales con su coro de mierda.
Queremos el lento otoño nuboso
la voz del milano con sus dientes en las moras
la espesura de verduras silvestres que dibujan muros de amor
los toboganes de abisales perdices
la lírica prolífica de la patata
el relámpago vaciando los pulmones celestes
la risa a borbotones de los lagartos
el cercado de abedules como lustrosas jofainas.
Aquí he de morir.
Ni hablar de morir en hospital, en Ciudad,
entre híspidos médicos estúpidos
y aleladas enfermeras que te tutean y te llaman «abuelo».
Que me embalsamen entre estas viejas piedras de mi casa
con la misma agua que bebe el lobo
con escarcha que rompen las cabras
con ímpetu de luna que también mueve al jabalí.
No quiero blancos despachos sin fe, catéters, jeringas,
sino la hermosura de entoldar mi boca en la aldea
acurrucado con la higiene de la yedra.
Con sudor y el sacho abrí canales en el campo.
La Ley, el Poder y la Luna son mi jaculatoria.
Porque aldeano soy
y únicamente aquí y ahora
quiero entregar al Altísimo mis pecados.

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