Nací en una casa, no con pérgola y cancha de tenis, sino con una biblioteca fastuosa y donde mis padres se empeñaron en transmitirnos la «areté», la virtud. Eran unos padres que se inmiscuían, que se trenzaban en los avatares de la vida de su hijos, intrusivos si era conveniente, conscientes que un hijo es un menor de edad en la edad de la razón inmadura y que precisa normas, límites, un deslinde entre el bien y el mal, que precisa una educación con convicciones. Fuimos todo menos huérfanos, esa nueva figura o estado en los jóvenes de hoy. Mi padre pecaba de cierta falta de empatía y un rigor acaso exagerado, y mi madre propendía a un nefasto clasismo, pero, en general, mi infancia y adolescencia fue un reino muy afortunado, una belle époque; como miembro de la burguesía hacendada culta fui un privilegiado, lo admito y celebro, y, valga la confidencia, añoro sobremanera aquel tiempo de solidez, certezas, alegría y dinero.
La novela de Nick McDonell (abajo doy referencia bibliográfica exacta) tiene vitola de retrato generacional tal como lo fueron Menos que cero de Breat Easton Ellis, o, inmediatamente anterior a ella, Generación X de Douglas Capland. Y lo que se ve si uno se asoma al mirador de los protagonistas corales, es vacío, moral gaseosa, uso y abuso de drogas (el veneno puede que esté en el uso, pero seguro que está en el abuso), soledad sin mística ni filosofía, sino soledad de desarraigo, gran urbe mastodóntica como el crujir de una osamenta cancerosa, y mucha televisión y música basura como educadores (deseducadores) universales. Viven con una liviandad analfabeta, como seres torcidos y estériles. Su habla es simiesca, su pensamiento inane, su estética nula, su ética arbitraria, su cultura raquítica, sus costumbres mero azar, sus criterios mero bazar, su psique mero desorden, sus vidas, en resumidas cuentas, deambulando sin contenido ni propósito. Estremece el desierto espiritual o páramo yermo que revela el acaso talento , sincopado, en escenas breves y muy cinematográficas, un talento muy en sazón que debe madurar, de su muy joven novelista (la empezó a escribir con diecisiete años) El fondo es un Nueva York de clase alta tan infértil en fuerza moral como prolijo en consumo, artículos y gadgets. A mis padres debo una infancia y juventud feliz, el tronco de mi personalidad, la formación del gusto, la pasión por el arte y las humanidades, el respeto a la ciencia, la fe en la libertad, el placer por el estudio, el ponderar como siempre más alto un bien anímico en lugar de uno material, el justo aprecio al lujo mental. A mis padres debo la transmisión de la tradición de lo mejor que se ha escrito y pensado, la cultura como anhelo de perfección, el entendimiento como pauta y ley. White Mike -el antihéroe protagonista- trafica con drogas y su corazón tiene atisbos, vislumbres, pero carece de claridades. En su Norte, como en su Sur, se encuentra la Nada, el hedonismo relativista vagabundo, en su Este y Oeste, la baratura y pudrición del dólar. Un camello eficaz dentro de esta triste mitología contemporánea que ensalza a delincuentes o perturbados, a violentos y perversos. Porque el negro resplandor nunca adviene en grandeza. La novela es muy sencillita, muy flojita, y se lee a velocidad de vértigo como quien devora palomitas.
A mis padres debo que no me guste la España tatuada, debo las costumbres, formas y convenciones que se engendraron en el vientre nutricio de la memoria, no en el vientre de alquiler de la desmemoria y sus atajos, les debo (a ellos y a mis abuelos) que no ande ahora como un zombi por la calle con el IPhone, les debo que no acepte equiparar Mozart con el rap, un cómic con Henry James, que todavía en mí perduren preservados de su total extinción rasgos de nobleza y belleza y virtud que tanta desmemoria banal y charlatana corrompen, les debo la cruz y la sotana (donde hay una ermita todavía hay civilización), los frenos morales para no ser un trepa o un bribón contemporáneo a imitación de tantos de mis semejantes, que considere los labios de fresón de la operada una soberana ordinariez y una fealdad mayúscula, que cuando se da el pistoletazo de salida a las rebajas yo en cambio no compre, que odie la telebasura, que sea cortés, que, más que exigir derechos, asuma mis responsabilidades, que sienta emoción (un vibrato) por el conocimiento. Esa idea de continuum de civilización desgraciadamente no puedo legarla pues soy un hijo sin hijos. Y percibo que decae de forma muy acusada ante la influencia degradada de las nuevas costumbres sin poso (influencers inanes, youtubers mamarrachos, instagramers narcisistas, pensamiento de autoayuda, cultura low cost, desprestigio del saber, ocaso de la religión, deflación de la autoridad, runrún de tarjetas de crédito castigadas, y tantísimas cosas más). Los copistas de los monasterios benedictinos mantuvieron la hazaña de continuar y perpetuar el patrimonio grecoromano. De alguna manera, yo persisto, insisto y no me rindo. Algún día la tierra tendrá forma de paraíso. Para mí la novela de N. McDonell representa un contramundo, un antiejemplo, una distopía que encuentro al abrir cada día la puerta de la calle, una instancia que describe la barbarie. Por eso recomiendo leerla.
Nick McDonell, Twelve, Anagrama. Me parece que el libro tiene una versión cinematográfica, que, sin verla, ya presumo un timo o coñazo malísimo.