No comerciar con el mundo, no salir de la habitación o de tu celda cartujana, estudiar, leer y escribir; ahí -y así- se cifra el contenido de la felicidad, en la percepción intensa, como de cabrillear fosforescente de la mente, en la sinestesia de los significados, no en la imposición de un molde -o distintos moldes- o bien arnés de los mundos de afuera. La única beatitud singular es la hora nona o maitines, el regreso a la domesticidad conventual, el ministerio divino frente a tanto infecto estado industrial, un barreño de ácido artístico, el triscar por entre disfraces de helechos y abedules. Me siento en la galería cálida de mi casa con los Moralia de Plutarco y, contigua a mi casa, se alza una iglesia románica de lustrales piedras y bóvedas exquisitas. Eso es la felicidad, un sinónimo del aislamiento y la misantropía. La aurora, cebreada de cirros color cinabrio, y las vigilantes estrellas inmemoriales, eso, esas contemplaciones solitarias, son la felicidad. Félix de Azúa, con tono a veces indigesto de mamotreto hegeliano, investiga formas míticas de felicidad (la infancia, el prometido paraíso proletario, la unción sexual, la sedimentación amorosa, la muerte y el suicidio, el arte), en un artefacto novelesco endeble mitad chanza sarcástica mitad ensayo de ideas. Pretende describir un tipo genérico, más que un ejemplar. Yo hace mucho que solucioné estos conflictos o pseudoconflictos; vivir solo, muy solo, para vivir conmigo y también no vivir con los demás.
Félix de Azúa, Historia de un idiota contada por él mismo o el contenido de la felicidad, Anagrama.