¿Cómo y por qué leer?

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Sopesar para dirimir, inferir para probar, certificar para deducir, ejemplificar para inducir, eso hace el buen lector, mezclar lo leído en su mente y destilarlo para sí en sus posibilidades de verdad y en la validez de sus esquemas o pautas o moldes de razonamiento. El buen lector aclara las aguas oscuras, amansa las aguas borbotoneantes y de turbia violencia, y , si el juicio es perspicuo e inteligente, dibuja con los juicios leídos la figura de su propio juicio. Y el proceso no necesita de jergas ni academias, de obiter dicta oraculares, de jeremiadas abstrusas y proféticas; todavía cuando la mente del lector sea o propenda a lo barroco -tal mi caso- el envés del tapiz tiene una hilatura de geométrica sencillez y claridad. Todo lo que se puede decir se puede decir claramente o en un sistema adecuado de símbolos. Todo lo confuso amenaza con una acusada ininteligibilidad. Todo reparto aleatorio de cartas es caos en la mente, marcas de tinta sin significado en el papel o el corazón. La costumbre de lo nuevo farragoso es tan perniciosa como la repetición obsesiva de lo viejo archiconocido. La mente tiene unas necesidades naturales de luz y belleza como la luna de diamantina oscuridad. La incandescente intensidad de la luna es como la respiración armónica de los párrafos y epígrafes, el lúcido desparpajo de la luna es como lo leído que fluye por nuestros adentros con majestuosidad de zarina y humildad de campesina. Leemos para incrementar el don del discernimiento, elaborar nuestra personalidad, advertir lo eterno y lo efímero de los elementos del alma, leemos para soportar la vida en silencio y soledad (una de las más avispadas y eficaces terapias del yo) Leer es vivir y ver claro, poner la maquinaria de la mente para leer y poder vivir con los ojos abiertos, para poner a la vida una mullida y acolchada protección. Leer no es el banal entretenerse con un best-seller o matar el tiempo como cuando estamos frente al televisor o con un videojuego. Leer es atarse a imponderables, pretender resolverlos, y acabar siendo afín al sabio. El estado de la mente tras un buen libro es muy diferente que «antes» de haberlo leído (de modo similar a como el estado de la lengua castellana es diferente «después» de haberse escrito El Quijote) Un buen libro es una semilla que germina; un libro que no hace brotar plantas de interior es ese test que convierte al libro en mercancía -y encima prescindible- Leamos para sopesar lo importante, dirimir lo excelente, mezclar en nosotros lo sublime, ejemplificar las grandes o pequeñas palabras esclarecedoras, advertir los argumentos sólidos y la envolvente filosofía perenne. Leamos a favor de un incremento de los fundamentos y jamás para disminuirlos. Leamos ciegos para la liviandad del instante este romo y mercachifle. Intensamente (pocos pero muchas veces leídos grandes libros), o in extenso (navegando gozosos por los milenarios y abundosos eslabones de la tradición) Leamos como una política forma de resistencia frente al ruido, la megalópolis, el gregarismo, la máquina, el arte moderno, la política y el fútbol, el turismo, el deporte y el machismo, Internet y los conglomerados. Como si estuviéramos aislados en una cabaña en mitad de un prado nevado allá en la más honda Laponia.

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