Bernanos

Leo en la página 474 de la obra de Bernanos, Le Chemin de la Croix des Ames:
«El enorme mecanicismo de la sociedad moderna se impone a nuestra imaginación, a nuestros nervios, como si su inexorable despliegue nos obligase a entregarle lo que no le daríamos de buen gusto. El peligro no radica en la multiplicación de las máquinas, sino en el número, cada vez más elevado, de personas acostumbradas a no desear, ya desde la infancia, otra cosa que aquello que las máquinas les ofrecen. El peligro -posible- no es que acabéis adorando las máquinas, sino que sigáis ciegamente la colectividad -dictador, empresa, estado o partido- que las posea. No, el peligro no estriba de suyo en las máquinas, ya que solo hay un peligro para el hombre, y es el hombre mismo. El peligro radica en el tipo de hombre que esta civilización trata de formar»
Bernanos, a mi ver, fue profético al intuir el modelo o tipo de hombre propio de la civilización tecnológica. Una especie de plutócrata glacial y ruidoso corrompido por el poder absoluto. Y dibuja un futuro incierto en que el hombre no pinta nada ni es nadie. A más técnica menos silencio, y a menos silencio menos densidad de alma y más aburrimiento y tedio. Los tímpanos del hombre actual vibran las veinticuatro horas del día; con la notificación de un correo o un wasap, con la televisión, con la música o la voz de los locutores de la radio en el coche, con la voz de los compañeros de trabajo y los clientes de la empresa, y encima una caterva atmosférica de decibelios o ruidos indefinidos: la lavadora -nuestra o la del vecino-, motos encrespadas -también en mitad del campo-, peleas de borrachos, amantes copulando, sirenas de policía o de ambulancia, máquinas tragaperras, música de ascensor, música ambiental en restaurantes o comercios, etcétera. A mí, cuya hipersensibilidad al ruido está incluso diagnosticada, todo el cerumen ruidoso de la ciudad y la tecnología me enloquecía. Fuxí (huí) a una aldea gallega de diez habitantes. A la paz como el claustro de un monasterio del siglo XIV. Con música de las esferas, de la luna, de la lluvia, de la naturaleza, y aletear de mariposas en lugar de retumbar de tubos de escape. La ciudad hierve, bulle caótica como una infartada olla a presión a punto de reventar, es una osamenta que cruje con chirridos enfermos y agudísimos, sus habitantes son desquiciados cerebros a un tris del manicomio, como supo Bernanos. La aldea es una colcha de musgo y morados, de claros y dorados, de bosques y vaguadas, de capiteles lunares y sol medieval. Aquí me gustaría morir.

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