A mi venerado maestro J. M. A.

Los alumnos, al señalarme, en la calle profieren
“Ahí va el profesor”. Yo los saludo con un modesto
asentimiento y un toque delicado en mi sombrero.
Ni un crápula ni fascinantemente heterodoxo fui.
Sentí pasión de estudio e inteligencia, pero dar clases
se convirtió en un suplicio (nada saben y también
nunca nada sabrán) Pero, pese al triste no saludo
del officium, airosos mis ojos testimonian y ensueñan:
la sombra de la luna, el provechoso tiempo para
escribir, el evitar a los imbéciles, un incunable
entre los trastos del chamarilero, el encuadernado
en moaré… o el vientre moreno de una veinteañera.
“Ahí va ese señor”, dicen o piensan los niños del
pueblo si observan mi compostura anticuada (niños
que no saben y que se convertirán en padres que no
saben) Pero mi mente divaga imaginando los detallados
requisitos para pintar las curvadas hojas de acanto
que aparecen en los márgenes de los libros medievales,
y paladeo la escritura curial, y comparo a la uncial con la
longobarda, y me impresiona, igual a viento en el monte,
las Chroniques de Iherusalem abréguées de Jean Dreux.
Oh mundo de gañanes en vez de los que de verdad son.
En el silencio del gabinete mi honor es tratar ciencia
en la paz de un tranquilo retiro en vez del ruido terrenal.
Fuera de comercio y nugae, soy un viejo desengañado.
Mi patria es mi biblioteca, un reino de mar y nieve,
donde pasa solitaria la luna, donde no cesa el verano.
La soledad que hablo despunta entre legajos.
La muchedumbre, acicalada y huera, ignora
mi idioma. La multitud blasfema mis costumbres.
Amor amargo de la gente, dulce amor a mi biblioteca.
No doy ya clases. Hastiado me jubilé prematuramente.
Leo y escribo, y sin resignación espero al Hades.
No envilecí mi vida. La niebla mira a lo eterno.
Nuestro siglo no tiene forma…mejor vivir de restos.
No se escucha el aleteo de las alas de la gloria.
Solo espero pronto conversar con los difuntos.