Música y juventud

Los jóvenes no tienen libros, pero sí mucha, y de un modo extraordinariamente enfático, de manera tropicalmente fértil, música. Y música clásica precisamente no, no más de un cinco por ciento sienten en sus almas la taquigrafía psicológica de un Beethoven, Mozart o Brahms. Y el alma sin esas asociaciones emotivas es difícil que se eduque y civilice. Solo fui una vez en mi vida a un concierto de música moderna. Era en un pabellón deportivo. Solo al entrar ya me encuentro a una adolescente en estado comatoso tirada en el suelo. En los baños la chavalería tomaba dionisíacamente e irreflexivamente tiros de cocaína y pastillas de éxtasis. Aquello era el Inferno de Dante. Para estar en la onda la afición general era ser hostil a la razón, drogarse maniáticamente, y usar un espíritu de cruel y grosera sensualidad, una expresión lo más primaria y primitiva del alma. Los sentimientos delicados de Beethoven se arrasaban y se negaban en ese mundo contemporáneo. Se negaba así el sendero de las verdades más antiguas. El alma herida apoyaba un mundo de injusticia. Se enaltecían fuerzas oscuras, caóticas, premonitorias de una inminente destrucción. El desenfreno de las pasiones no podía sino transformar la moralidad en una antigualla empolvada. Esos muchachos y muchachas buscaban estímulo báquico, y no conocimiento, ritmo coribántico, y no serena lucidez. Muy pesimista esa noche me alcanzó con dificultad el sueño.

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