El antimoderno

En la más apacible bonanza y la más compacta, frondosa sobriedad, vivo como una reliquia de mí mismo una vida antimoderna por entre mi alta y feudal aldea gallega. Bi bene, ibi patria, «donde bien estés, tu patria está». La mano asesina de Internet acabó con mis dulces tabernas, con los usos y costumbres de mi mamá y de mi papá, acabó con el dinero, los libros, el arte, el periódico de papel, las canicas, los sombreros, el cine, la amistad, el sexo, la educación, las costumbres en general y la moral universal en particular. En mi exilio feudal gallego vivo una forma arcaica de vida que me justifica. Venceréis, pero no convenceréis. Engañad a la vegetación con una nube de gases venenosos. Cambiad la conveniencia sin peligro del hogar por el tumulto de los viajes en coche y avión. Birlad los bienes del prójimo usando a destajo ese latrocinio llamado «comercio». A Polibio, cuando llegó a Corinto poco después de la derrota griega, le horrorizó ver a soldados romanos utilizar el reverso de valiosas y hermosas pinturas como tableros de juego. Yo me siento como Polibio. La corona cívica era un atuendo militar alrededor de la cabeza, un conjunto de hojas de roble que se concedía a aquellos romanos que habían salvado a sus conciudadanos en la batalla. Pero una voz interior me dice que se acercan las hordas galas y plebeyas, y que murió lo singular y patricio, el valor por el bien del prójimo. Yo resisto. Solo, pero resistiendo. En mi cueva arrullado. Mascullando mi indefensa verdad: el mundo se equivoca y yo no yerro. El mundo es fea atrabilis. Suetonio refirió varios espectáculos cruentos en la era de Nerón. Suetonio es el hoy por hoy del ahora. Anna Ajmátova declaró más que convincentemente que el siglo XX fue «peor que cualquier otro». ¿Hablaremos al final del XXI como Anna del XX? Se avecinan siglos de incuria, dolor e hiel, siglos de desmigajamiento del corazón y del hojaldre de la belleza, el bien y la sabiduría. Un mundo cuya única música es la del ascensor está destinado a perecer. Lejos de Sefarad mi refugio no es la Europa oriental o el norte de África. Mi refugio es esta inconcebible soledad en la latreba en que vivo secluso. Oh Nogueira de monarquía plenipotenciaria. El rey Luis XVI intentó no perder la cabeza, la corona y el proceso. Intentó un consenso mediante unas necesarias reformas. Pero al convocar los Estados Generales abrió la temible espita o válvula de escape. El 14 de julio de 1789 vino la horda. La plebs asesina y ruin, el arrebato bestia, la arboladura zafia y bestial. Cuando conducían al cadalso a Luis XVI, en la carreta, pidió a un ciudadano que por favor entregara una carta de amor y despedida a la reina; el vil ciudadano se negó afirmando que él no era súbdito de nadie. Cuando iban a guillotinar a María Antonieta el verdugo pisó sus reales zapatos; la dama de estricta educación prusiana profirió sus últimas palabras «pardon, messie» Que Grecia y Roma, y la Francia de Luis XVI, como una golondrina, anide en vuestras casas, y que no anide en ellas la lujuria turista, el FMI e interné. Que Marco Aurelio guíe vuestros pensamientos, o el generoso Agustín de Hipona, y no los mamarrachos coachs. Abro mi baúl con flejes de hierro y saco una antigua edición de Platón. Excoraciones benditas prodigan mi saliva también junto o ante Plutarco. Rímel de prados orensanos tascan hierbas y pacen senequistas vacas en mis tierras este año nada llovidas. El silencio y la soledad pitusa se ajustan a mi carne. En mi galería leo, veo pasar en cofradía tanto la bendición de los dioses como la pudrición del mundo. Sueño recurrentemente con una especie de nuevo renacimiento carolingio. Me cuesta alcanzar, empero, algunas veces, un sueño sereno. Temo, también algunas veces, mi locura.

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