La novela a reseñar es «Para morir iguales», la historia de un hospiciano pícaro lleno de lealtades a su infancia y su desclasamiento. Rafael Reig es un novelista de trama y aventura, que aquí demuestra sus amplios poderes. La fidelidad a una cultura de pares, la visión mítica de los orígenes y el lumpen, la especial sensibilidad hacia los desiguales y marginados y ofendidos, la importancia y el himno a la imperfección, el espacio de fidelidades vivido con tensión pero heroicidad, el gobierno y la ética de los parásitos, el juicio al Orden como una instancia abyecta y repulsiva, la influencia de las fuerzas subyacentes o implícitas en toda existencia, la libertad pirata, la libertad osada, el desplazamiento del bien al mal y del mal al bien, la triste y desolada burguesía, el denuesto o agravio a la religión y su hipocresía, la vitalidad epicúrea y sapiencial de las clases subalternas, la complejidad de la moral y el destino, el carácter como «daimon», el amor, el amor, la loca de la casa de la imaginación, estos y muchos otros temas atraviesan la excepcional novela de Reig, un verdadero maestro en hacer ficciones muy entretenidas y emocionantes con sustancia de fondo y valor literario. Novela épica y lírica pese a los propósitos del autor, romántica canción para con los habitantes del margen, en ese universo sin miedo, en ese duro universo también hay alegría y peripecia y fugas poéticas -espléndidas (estremecedoras) las inserciones de la novela infantil Sandokán-, también hay una alternativa al statu quo, también hay otro fundamento a la Verdad y el Bien.
Pero, debido a mi visión conservadora del mundo disímil a la que ofrece la, insisto, magistral novela de Reig, creo que sus preceptos están equivocados. Porque el Orden es una organización del alma. Una organización natural del alma. Lo que él propone es arbitrio y desorganización. Obviamente el Orden (y he escrito muy abundantemente de ello) es nefasto hoy día, una abominación lovecraftiana. Un Orden que se resume en un irracionalismo antiilustrado, una religión peronista y de mera autoayuda, un pueblo convertido en populacho merced a los medios de comunicación de masas y las nuevas tecnologías, un descrédito del hecho y la realidad. Un Orden donde los burgueses cada vez se distinguen menos de los proletarios, donde una campechanía analfabeta sustituye a la formalidad y a la buena educación, donde la diversión o el ocio más degradante reina por doquier. Claro que este Orden (insisto, este es uno de mis monotemas, de mis temas obsesivos) no es el Orden que deseo y anhelo, casi preferiría la anarquía delincuente del libro de Reig (bueno, tampoco, no debemos exagerar) Porque el Orden que es mi razón y mi quimera construye una vida de plena significación. Es el proceso por el cual el pensamiento se disocia de las cosas, se asocia con cosas externas, y vuelve a reflejarse sobre sí mismo para dar forma a esas cosas, porque ese Orden o proceso cognoscitivo y esa ética inferida expresan la naturaleza real de las cosas y el alma, del Bien, de la Verdad, de la Bondad. No son lastres ni engañifas ni trampantojos, sino la esencia de la civilización. Fundan costumbres y convenciones que resisten la erosión del tiempo y las modas efímeras y que, a la par, son capaces de adaptar novedades (cautamente) que mejoran esa misma civilización. El Orden que predico se basa en la toga romana, la sandalia cristiana, en la Acrópolis y también en Florencia, en Londres, París, Madrid y Roma, y en los cafés europeos. Porque fuera del Orden no se encuentra otra civilización alternativa o un idilio salvaje y ácrata, sino la más crasa y redonda barbarie. O Shakespeare o zulúes, o Cervantes o Belén Esteban, o Ratzinger o el Vaquilla, o la contaminación dichosa del recto sentido y la excelencia, o la contaminación venenosa del mar enfangado de petróleo. Este Orden de ahora es una muchedumbre grosera e ignorante, un cuerpo social que no tiene ni estabilidad, ni poderío, ni sobre todo gloria (como en el Ancien régime) Un Orden donde parece que al común no le importa la limpieza de la calle, la fortuna de su aldea, y la suerte de la iglesia no le conmueve. Un Orden donde casi todos parecen colonos indiferentes al destino de su país, donde los hombres oscilan entre la servidumbre pública y el desenfreno privado. Sin refinamiento de gusto ninguno y obviando los placeres del espíritu y cultivando artes baratas (turismo, deporte, sexo, Internet). No es el uso del poder o la obediencia lo que deprava al hombre, sino el empeño de un poder ilegítimo o la obediencia a un poder que se estima usurpador u opresor. En el Orden democrático hay como una obediencia ilegítima y antinatural y un poder que desprotege y aliena. Prefiero, pongamos, la edad media. Podía haber miseria y desigualdades, pero las almas no estaban degradas. Hoy todos somos siervos del orden mutable del Estado; yo quiero serlo del orden inmutable de la Naturaleza.
Extraordinaria novela que invierte los polos y plantea una especie de irisación del desorden. Muy bien organizados los elementos de la fábula, muy bien escrita (sin pomposidades o abarrocamientos ni afectación abstracta o el idioma yéndose de vacaciones por la galaxia de la ininteligibilidad) Espléndidos, magníficos y vivos secundarios (muy dificultosamente desaparecerán de mi memoria Escurín y Mercedes) La epifanía del mal que en el fondo es -eso cree Reig- el bien, la épica a unos colores, equipo y afectos cuya traición es la peor deshonra. Hacía tiempo que no disfrutaba tanto con una novela española. «Para morir iguales», de Rafa Reig, en Tusquets, ¡Chapeau!¡Bravo!¡Hurra!
P.D. ¿Vale la pena leer la obra de Rafael Reig? Sí, su obra es el perfecto complemento a las grandes obras y el ideal suplemento a las obras malas o mediocres.