Cathy

woman in purple sweater covering her face

Hacía años que el recuerdo se sepultaba en mi memoria.
Sí: creo que me enamoré de la au-pair que vino de Wisconsin a nuestra casa provincial catalana.
Vino de la Tierra del Atardecer.
Una discípula forestal de Whitman.
Se llamaba Cathy.
Tenía diecisiete años y yo once.
Soñaba con la doble columna diamantina en punta de sus pechos,
con la plácida calma de noche de verano de su pelo trigueño,
con el agradable lugar de pensamiento y sentimiento de su boca,
con que subrepticiamente se levantara del cuarto de invitados y,
de madrugada, abriera lenta mi puerta vestida con un ceñido camisón,
y en perfecto español, mientras acariciaba mi pelo, me dijera «Tócame», «Tómame».
Querida Cathy Chatwell, muchas estrellas han rodado por el cielo desde entonces,
pero confío en que tengas un marido fiel, alegre y bien rubio,
unos niños sanos y tiernos, ya todos hombres de provecho,
una casa con porche, barbacoa y fox-terrier,
que todavía ames el mar y que el poder del cielo haya sido muy bueno contigo.
Mi mente poco capaz hoy te recibe, te toca y acaricia casta,
y a la noche rezará por ti.

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