Día de cielo de panza de armadillo tísico, lluvioso, neurasténico como un heterónimo pessoano, delictivo como la ancianidad. Cielo de goma negra, chirriante, de chicle reseco y oscuro, de piel pilosa sucia de vaca, de antecámara a una letal explosión.
Vivo con la fantasía paranoica de un inminente fin del mundo. Muchas veces percibo o creo percibir, como un perro ante el próximo terremoto, que esta juerga capitalista uniformemente acelerada, que esta fiesta alcohólica de consumo y posesión de bienes, que este capitalismo que todo lo ocupa con un afán de obesidad mórbida, tiene sus horas contadas. Percibo una osamenta que cruje, un mecanismo que vibra, un océano que ondula, y ese crujido quiebra la osamenta, y esa vibración rompe el aparato, y ese oleaje evacua toda el agua. ¿Es económicamente sostenible el propio sistema económico capitalista? Su propio éxito será su fin; llegará un ciclo depresivo que será el definitivo. No es lógico idear un sistema en que los bisabuelos sean más pobres que los abuelos, los abuelos más pobres que los padres, los hijos más ricos que los padres, los bisnietos más ricos que los nietos, y así ad infinitum. Distribuir la riqueza entre generaciones de modo que cada vez sean más prósperas funcionó entre el siglo XIX y finales del XX, pero creo que la juerga se acabó. Y, en sueños, como un profeta, como una visión, oigo voces apocalípticas, tremor de la tierra y la carne triste, una bulbosa melodía grasienta y sangrienta.
Deberemos reaprender a vivir. Siendo muchísimo más frugales, respetando ecológicamente esa cáscara del planeta donde moramos, invirtiendo valores y prelaciones en nuestras prioridades. Seguir con el actual engranaje y statu quo es suicida. Deberemos convertirnos en pieles rojas. Estos blancos están todos locos.