Seguí al dedillo a mi maestro en eso de que el supremo arte de vivir consiste en vivir sin hacer nada, y cuidar lo que no importa.
Pasearse con sosiego y suavidad por los montículos herbosos gallegos, contemplar una fotografía de von Gloeden, morir con valor heroico por la auténtica piedad cristiana, ver en los rasgos del Apolo de Belvedere los hálitos de los céfiros que dilatan y elevan. Acompañar al cardenal en sus paseos y revelarle los ocultos recovecos de mi alma. Que la auténtica vivacidad que recubre a las cosas disponga mi espíritu de paz y tranquilidad. Tener energía sobrante para analizar y sopesar el lienzo y el biombo, la cabeza vista en el museo, la música oída en palacio o auditorio, las íntimas páginas leídas al anochecer. Cubrir de besos a mamá y mi hermana. Y pasear solitario por riberas meditabundas de mar y cereal. Mirando hacia atrás sin ira y adelante con convencimiento. Degustar boeuf gras y un Côte d´Or borgoñés. Si no, un Chablis de Dijon o un Moulin-à-Vent. Encender, en fin, mis bengalas de colores particulares. Y besar mi párpado que se abre cada mañana con la dosis precisas de escepticismo.
Vienen los bárbaros. Suenan sus mazas alrededor de mi casa. La burricie, la mente estrecha, la rusticidad vuelven. Mi tono civilizado es apartarme de todo ello y cuidar mi biblioteca y mi jardín. Vivir sin hacer nada, cuidar lo que no importa. Porque desprecio lo que ellos alaban, y no deseo vivir en sus vidas. Salgo con mi perrilla al bosque contiguo a mi casa, huelo a eucalipto y pino, me arrisco por penedos, addio, amici miei…