DE LA IMPOSIBLE REVOLUCIÓN DEL GUSTO O ACERCA DE LOS MIRLOS
De «El falso aristócrata»
No somos nosotros, y procuraré decirlo sin que medre
el habitual mimo memo que nos damos,
no somos Pericles ni Polibios, ni, claro, claro, Platones,
sino una muy probable forma amorfa de sofistería, ruindad e ilusión.
Nihil novum sub sole.
Pero conste que un poquito nos queremos, un poquito sólo eh.
Yo quiero a los mirlos coronados, súbditos exclusivos de sí mismos,
cuyo pensamiento es sol al filo de la espada,
con un sentimiento que es a los ríos de las lunas
lo que los bosques a los ríos de las sombras.
Yo quiero a las sagas heroicas de los pájaros,
a la prole de Zeus en las pestañas de los mirlos.
Mirlo. Mirlo al sol. Eso quiero. No sombra o cueva, o nicho de mirlo.
Canto, evocadora armonía de mirlo. Quiero la albada terminante de los pájaros.
Pero vosotros, pero nosotros, descreemos de la nieve en la garganta de los mirlos
y gustamos de voz grabada en micrófonos. Reproducida en DVD (Donde el Vacío de Dios)
Tú y yo, somos nenitos y nenitas feúchos, malcriados adolescentes de esta nada ilustrada
belleza. Somos una idea mal gobernada, un intratable pueblo de cabreros analfabetos,
mamones, pijos, progres, chupatintas, batracios, discotequeros, zampabollos, meapilas
y cagapoquitos, vagos rumiantes de siesta o adictos al trabajo, ignorantes menores de edad
de barrio de Salamanca o Vallecas, del Deep-South o Barcelona, de Ponte-Caldelas o Lugo,
somos africanos macheteros, degolladores como el FMI, y nos alimentamos
con una mezcla de bobería forrada y coca-cola, y bebemos berzas (y abusamos de cervezas), y -lector, caramba que gilipollas somos-, y
respiramos frijoles, maltratamos amores, somos un intratable pueblo de puteros, un intratable pueblo
de revistas femeninas, chismorreo maledicente y goles del Real Madrid.
Todo el largo excursus para evidenciar que no, no somos divinos mirlos.
Oh auxilium domine, preciso ser un mirlo, he de leer
y amar hasta ser indiscernible del mirlo,
saber de la bendita soledad y de la energía del silencio
que todo lo abarca, aprender a estar quietecito en casa,
contemplar la plenitud, la virtud
del inverso invierno del verano, de los animales dorados,
de las fuentes al mediodía lubricadas de helechos, del orbe
blanco y juvenil de las galerías interestelares, allí donde moran los dioses,
donde el mirlo blanco difama patricio al Cálculo y la Máquina,
allí donde nunca se chapotea en el Océano Gris de Internet,
y no hay esos soldados de la U.S. Navy con cabecitas de chorlito,
ni Podemos ni PP,
sólo mirlos que Casandra profetizó
y obediencias a Ifigenia a orillas del Táuride.
Todo el excursus anterior para aseverar que se precisa
una urgentísima, velocísima revolución del gusto.
Que la verdad del universo son mirlos y no moscas,
gloria de pájaros, genios conspirando contra la medianía.
Que la Vida, oh mis dioses melancólicos, sea gloriosa y no moscosa,
heredad púrpura, reino incorruptible de la delicadeza,
sinestesia horadada por lo sublime,
que las moscas son vox populi, y los mirlos vox dei.
Que el zumbido de las moscas
es lírica gomosa, lo sabe y signa The Lord of the Flies,
que el mundo tiene color mosca, alas de mosca, legañosos ojos insomnes de mosca,
feas, feas moscas nada exquisitas, moscas que tienen dinero
o pobres mocas que lo anhelan, cansinas moscas
-el mirlo (miradlo) magnánimo se zampa un néctar de moscas-
moscas, lascivas moscas, p… moscas.
De lo que se deduce, de lo que necesariamente se infiere,
lo que implica de modo y manera incontestable,
de lo que se sigue como la sombra al cuerpo,
que no,
que no soñemos sueños irrealizables queridas moscas, quiero decir,
queridos míos, que no es posible
siendo como es lo exclusivamente necesario -no hay alternativa-
una Revolución Universal del Gusto.