
En la soledad aprendes a pensar (ya sé que suena a cliché), no en el sentido de ser capaz de demostrar la presencia o ausencia de propiedades metalógicas en un cálculo, ni de diseñar la estrategia de defensa de un caso penal, sino pensar en el sentido de dudar, aprender a dudar, desde tus presunciones más arraigadas, hasta tus osadas ideas más novedosas. Y, sobre todo, dudar de aquello que Platón llamó «doxa», a saber, las opiniones recibidas o convenciones establecidas, ideas que flotan y palpitan en el ambiente (en los mensajes publicitarios, las ideas bienintencionadas de padres y amigos, en la televisión o la prensa, etcétera)
Y la soledad es la vía regia para construir un yo, para elaborar un alma. Moldear tu alma al hilo de la meditación sobre tus experiencias, hasta lograr colorearla de un modo singular, particular, único. Lawrence declaró que se puede vivir sin alma, solo con impulsos de tu ego y voluntad. Ciertamente uno puede «seguir hacia delante», no detenerse y contemplar, saltar de fiesta en fiesta, de compañía en compañía, pero por dentro seguirás estando vacío y, en puridad, sería un error que al hablar empleases la palabra «yo».
En soledad aprendes qué es aquello que merece la pena desear. Tu mente se comunica con tu experiencia desarrollando entonces un alma. El propósito de la soledad es vivir más alerta, con los ojos abiertos, más lúcido, más responsable, más libre; en resumen, con un ser más completo. Las discusiones acaloradas contigo mismo a horas intempestivas sirven más que un cóctel festivo o una discoteca narcótica. La vida a todos nos engulle, A veces, si solitario, puedes pensar, sopesar y calibrar antes que todo te engulla.
Os dejo, queridos. Voy a supervisar la luna llena. A mirar la noche anaranjada. En compacta y terminante soledad.