Diario de un esquizofrénico 39

(En el catillo de Axel)

Están condenados a estar locos

pero sin el glamour de la vida de los Fitzgerald

o el lujo de Symonds,

sin la prosa de Ruskin o Hölderlin, o Nietzsche,

no, la mayoría no son Panero,

ni ebrios por un filtro de amor como el que bebió Lucrecio.

Son locos. Hombres, como casi todos, huecos,

pero con un huevo de serpiente en sus entrañas.

“Con un huevo de serpiente en las entrañas”, sería

justo epitafio. Llegan a afantasmados puertos

con velas impulsadas por vientos fríos,

extraviados y suplicantes como un huérfano débil.

No les atrae el sexo a gogó en dulces playas silvestres,

hablan solos en los bares, increpan al mundo.

Ojos pastosos, vedlos en el manicomio

como pájaros enjaulados deambulando

obsesivos arriba y abajo del pasillo.

Llueve mucho en sus adentros; diríase

un hada de agua perversa (negra y capciosa) besa sus labios.

Son locos. Obscurece de pronto en la salita.

Se van los familiares. Amanecen las plumas de la muerte.

Derramado en las estancias un insoportable

tedio a soledad, invivible soledad, y medicinas.

Sobrepuja una acuosa percepción del silencio

como si fueran las coordenadas

de una nave rumbo a un planeta yermo

donde los ogros acecharan bajo los arenosos pantanos.

Su noche dimana alondras que no arrullan,

el dolor rige su imperio sin amor y sangre fofa,

los ojos morados, a la deriva,

como peces flotando muertos en un río contaminado.

La muchacha bulímica (que se infla con las pastillas)

solloza y se avergüenza porque en el Instituto

todos comentan y saben de lo suyo.

Un grupito de suicidas está extraordinariamente atento

a las explicaciones de un tipo singular hablando

sobre la posible transmigración de las almas.

Obscurece de pronto en la salita. Se oyen

por toda la sala los gritos mezclados con rezos

de un chaval árabe que lleva trece horas atado a la cama.

Se pudren los crisantemos. La hermosa enfermera

despertará mañana a los pacientes

pero nunca con sexo erótico ni con sensual música mozartiana.

Curioso observar que prácticamente nadie mira el televisor.

El aire hirviendo moja sus bocas,

la náusea rompe los tubos del estómago:

huesos apagados sostienen su mente ni fresca, ni azul o rosa.

Detén, oh dios benigno de la melancolía,

a los demonios que en su cabeza se dan cita.

Pon plomo derretido en el culo

de los doctores igual que si fuesen titís bujarrones.

Abandona, dios cruel pero benigno, sobre la perfecta caoba

de la cabeza de estos locos

un río de aguas tibias, limpias y doradas.

Dibuja, oh dios, un hada de agua buena, y muy bella,

que les regale la felicidad de horas nunca sombrías.

Pon púrpuras

y sabrosos cangrejos de mar en sus labios.

Pon calor y amor a sus ojos fríos como la mejor memoria.

Pero sácalos de aquí, y haz que sean felices,

felices como el primer día del hombre hollando la tierra,

y un destino -y la paz- a su medida hallen.

Pero sácalos de aquí, donde obscuros expresos de madrugada

al peor país, o al mismo infierno, les conducen.

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