
(En el catillo de Axel)
Están condenados a estar locos
pero sin el glamour de la vida de los Fitzgerald
o el lujo de Symonds,
sin la prosa de Ruskin o Hölderlin, o Nietzsche,
no, la mayoría no son Panero,
ni ebrios por un filtro de amor como el que bebió Lucrecio.
Son locos. Hombres, como casi todos, huecos,
pero con un huevo de serpiente en sus entrañas.
“Con un huevo de serpiente en las entrañas”, sería
justo epitafio. Llegan a afantasmados puertos
con velas impulsadas por vientos fríos,
extraviados y suplicantes como un huérfano débil.
No les atrae el sexo a gogó en dulces playas silvestres,
hablan solos en los bares, increpan al mundo.
Ojos pastosos, vedlos en el manicomio
como pájaros enjaulados deambulando
obsesivos arriba y abajo del pasillo.
Llueve mucho en sus adentros; diríase
un hada de agua perversa (negra y capciosa) besa sus labios.
Son locos. Obscurece de pronto en la salita.
Se van los familiares. Amanecen las plumas de la muerte.
Derramado en las estancias un insoportable
tedio a soledad, invivible soledad, y medicinas.
Sobrepuja una acuosa percepción del silencio
como si fueran las coordenadas
de una nave rumbo a un planeta yermo
donde los ogros acecharan bajo los arenosos pantanos.
Su noche dimana alondras que no arrullan,
el dolor rige su imperio sin amor y sangre fofa,
los ojos morados, a la deriva,
como peces flotando muertos en un río contaminado.
La muchacha bulímica (que se infla con las pastillas)
solloza y se avergüenza porque en el Instituto
todos comentan y saben de lo suyo.
Un grupito de suicidas está extraordinariamente atento
a las explicaciones de un tipo singular hablando
sobre la posible transmigración de las almas.
Obscurece de pronto en la salita. Se oyen
por toda la sala los gritos mezclados con rezos
de un chaval árabe que lleva trece horas atado a la cama.
Se pudren los crisantemos. La hermosa enfermera
despertará mañana a los pacientes
pero nunca con sexo erótico ni con sensual música mozartiana.
Curioso observar que prácticamente nadie mira el televisor.
El aire hirviendo moja sus bocas,
la náusea rompe los tubos del estómago:
huesos apagados sostienen su mente ni fresca, ni azul o rosa.
Detén, oh dios benigno de la melancolía,
a los demonios que en su cabeza se dan cita.
Pon plomo derretido en el culo
de los doctores igual que si fuesen titís bujarrones.
Abandona, dios cruel pero benigno, sobre la perfecta caoba
de la cabeza de estos locos
un río de aguas tibias, limpias y doradas.
Dibuja, oh dios, un hada de agua buena, y muy bella,
que les regale la felicidad de horas nunca sombrías.
Pon púrpuras
y sabrosos cangrejos de mar en sus labios.
Pon calor y amor a sus ojos fríos como la mejor memoria.
Pero sácalos de aquí, y haz que sean felices,
felices como el primer día del hombre hollando la tierra,
y un destino -y la paz- a su medida hallen.
Pero sácalos de aquí, donde obscuros expresos de madrugada
al peor país, o al mismo infierno, les conducen.