Diario de un esquizofrénico 76

Ancien Régime

Ah aquel mundo de ayer de mi infancia

cuando iba con mis papás arriba, al reservado del restaurante,

y abajo quedaba la vida, la coctelería, el piano perfectísimo,

el aire espumoso del verano, la luz arracimada en los ojos oxonienses.

Lo recuerdo todo con intensa claridad de símbolo:

nuestra gente era aún ordenadísima, educada y sólida,

sobrepujaba el pensamiento soberbio, augusto, fluía magnánimo el gesto,

y el dinero –perdonad la confesión– lo teníamos quienes debíamos tenerlo.

Para nosotros el sileno griego, el templo jovial de los oros molidos,

el lirio bíblico, las lluviosas y largas playas de amanecida y el negro de los pumas.

El mundo entero era lo mismo que una pastelería vienesa;

los días sin diferencia al sabor civilizado de los cangrejos en las tabernas de Sitges.

Sin embargo, insensiblemente, se socavó aquel Ancien Régime.

Se dejó de oír el crujido de aquella osamenta que sostenía el orbe,

la trompetería en rotación de los bárbaros sonaba amenazante en las fronteras.

Subieron al estrado muy mediocres y rapaces tipos,

todo se llenó de las ruines y vulgares ideas del comercio,

empezó la tan indeclinable como impostergable Corrupción.

Donde comía cada día con papá y mamá pusieron un Zara.

En las voces enseguida percibí una neblina ácida, tonos híspidos;

arreciaba como una plaga de langostas el tsunami

sandio de las muchedumbres y la democracia popular.

Se imponía como religión la Ley de la Horda,

marsupiales tartajas, hienas analfabetas gobernaban la República

y hormigas siervas la votaban con estrépito y devoción.

Se congelaron los bosques y se helaron las frágiles rosas,

guillotinaron a la reina, huían príncipes al exilio. Imperaban sombras.

Recuerdo como con papá y mamá iba arriba, al bonito reservado,

a degustar mis vieiras laminadas con aceitunas y tomatitos de invierno.

Agradezco a mis papás la hermosa tradición que me legaron.

El gusto por el lujo mental. La inteligencia.

Pero pasó aquello como pasa la arena a través de la clepsidra.

Ya ahora en mitad del camino de mi vida, recordando aquella arcadia

(el maître no oía entonces brutales planes de sexo como debe oír ahora,

ni los pazguatos y analfabetos comentarios de futbolistas),

recordando aquella feliz memoria que no fue promesa de futuro,

derrotada la flor del tiempo,

poseedor de hacienda menuda y con envidiable ocio,

decido desaparecer, enclaustrarme,

vagar por mis tierras gallegas,

saberme propietario de lo noble e inmortal,

ensoñar por altos bosques de eucalipto,

vagar por mi sonrosada melancolía,

sentir esa intemporal existencia de ser solo culto y propietario,

y escribir, a nadie escribir,

las líneas precisas e incomprensibles de este elegíaco poema.

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