
Supongo que hay que leer de todo, elongar lecturas. La obrita, que por ningún lugar de grandeza y pericia orbita, la obrilla, que por ningún lugar de digna memoria brilla, a reseñar es: El diario de Bridget Jones. Principiemos hablando de mí, como es hábito en estas críticas impresionistas; yo denuesto la corte y villa y alabo la aldea, vivo (o vivía) en feudal -y casi cartujana y monástica– aldea orensana, agreste y solitaria, lluviosa y bendecida por el silencio, por lo que me alegro de no comerciar mi espíritu con estos especímenes de treintañeras solteronas metropolitanas. Como lector de Montaigne sé que el interés real de una vida recaen en las emociones, pensamientos y costumbres privadas, que recaen, en fin, en el yo. Y advierto apesadumbrado que el yo, a diferencia de lo que relatan las chácharas de terapeutas, no es algo que se encuentra, sino algo que se elabora. Y se elabora llenando el yo de pensamientos augustos, gobernando la vida con visión y sin vanidad, leyendo doctas y esclarecidas doctrinas, asumiendo el destino, rechazando la necesidad de comprar, vender o trabajar. La mayoría de hombres y mujeres llevan una vida de tranquila desesperación y han embutido sus adentros de noticias de televisión, psicología popular, panfletos de tertuliano y sueños de revista de moda, y amor romántico de plexiglás y hojalata. Carecen de una vida bella y alada, fraguada en la contemplación desinteresada del universo. Muchas mujeres, para horror y desesperación del orbe, son como esta heroína de Bridget Jones; preocupadas por la inflación de sus cuerpos pero no por la deflación de sus cerebros, y con un alma como esos terroríficos vestíbulos de casas de provincia donde es impertinente el comentario sobre el gusto, pues carecen absolutamente de él. Esta heroína abusa tanto de las convenciones que ella no es ejemplar sino un acabado prefabricado de convenciones, más que una conciencia autorreferente parece que por dentro la han montado como a un mueble de Ikea; certificaciones manufacturadas que activan sus motivos y propósitos y deseos. Dios alumbra a todos aquellos que escriben a mano y no a máquina. Dios no alumbra a la adiposa y obsesiva Srta. Jones. Su vida interior es un maleducado culebrón de atardecida, una conversación tópica de rancia peluquería, una acumulación de cliché y comida enlatada. La señorita Bridget Jones cae completamente en sus inclinaciones y defectos particulares porque no los contrarresta con los saberes desinteresados e inútiles del espíritu, se envilece en lo concreto y en superfluas bellezas fáciles, es fastuosa e inmensamente susceptible a la conversación liviana y las bagatelas, desea poseer y no gozar, se modela a sí misma para degenerar en lo inferior, como los brutos, y su alma es una insolente e implacable tiranía para sí misma. En las escrituras se compara la verdad con una fuente caudalosa; si sus aguas no fluyen en movimiento continuo, acaban por corromperse en una charca fangosa de conformidad. Bridget Jones se corrompe en la normalidad más vulgar y premeditada.
Lector, la cultura de lo más honorable y perfecto dicho y selecto pensado, sirve para enfatizar la diferencia y salirse del mogollón. Bridget Jones es la típica cuyo lema vital es más o menos el mal pareado «¿Dónde va Vicente? Donde va la gente». El epigrama bueno es cualquiera que arrase con el uso común, con la bestia del uso común, el que desarrolla e inviste nuestra legítima rareza, el que se forja en la heterodoxia si la ortodoxia es plebe y chusma, latón y no oro. La señorita Jones representa esa alma urbana tan hortera típica del siglo veintiuno. Una heroína tan leída y exitosa solo significa la decadencia (irremediable, exponencial, bárbara) de la civilización contemporánea.