Ah aquel mundo de ayer de mi infancia
cuando iba con mis papás arriba
al reservado del restaurante (Les gens que j´aime, digamos, o bien Vía Venetto)
y abajo quedaba la vida, la cuca coctelería, el piano perfectísimo, el aire rizado del verano.
Lo recuerdo todo con intensa claridad de símbolo:
la gente era aún ordenadísima,
educadísima, exacta y sólida,
no cabía ni plebeyez ni engaño, ni nihilismo alguno,
y el pensamiento era soberbio, augusto,
subrayando el gesto sereno y firme, magnánimo,
y el dinero -perdonad la confesión- lo teníamos quienes debíamos tenerlo.
Para nosotros el sileno griego, y el templo mozartiano, el lirio ruskiano,
el chelo de la noche, el violín del otoño,
las lluviosas playas de amanecida.
El mundo entero era una pastelería vienesa,
era una cristalería verdina con cofres verdaderos,
y la vida lo mismo, sin diferencia, al sabor de los pescados
en las tabernas de Sitges. Sí, hubo un día que nosotros éramos los amos del mundo.
Sin cutres revistas del corazón ni carreteras atestadas de turistas,
éramos nosotros, los buenos, los dignos propietarios
del inexorable mecanismo de la Historia, el Arte y la Vida. Rezábamos al Altísimo
y nuestras plegarias se atendían, buscábamos fe y alegría, y de fe y de alegría se nos proveía,
creíamos en el Bien, y no había mal en el mundo ¡Qué suave era el vals y el mar!
Nada había que temer, pues el mundo funcionaba porque estaba bien hecho.
Sin embargo, imperceptible e insensiblemente, se socavó aquel Ancien Régime.
Se dejó de oír el crujido de aquella osamenta que sostenía el orbe,
la trompetería en rotación de los bárbaros cruzaba las fronteras conocidas.
Sin embargo ocurrió que vosotros ascendisteis al escenario de la historia. Se trocó gema por plata, sino barro (las almas de oro eran reliquias del mundo de ayer)
Subieron muy mediocres y rapaces, muy mediocres y mendaces hombres al poder, todo se llenó de estas mentes ruines y vulgares del comercio, empezó caudalosa la tan indeclinable como impostergable corrupción de la Belleza.
Donde comía cada día con papá y mamá pusieron un Zara. En las voces
de mis semejantes y desemejantes enseguida percibí una neblina ácida y turbia.
Arreciaba como una plaga de langostas el tsunami de las muchedumbres.
Se imponía como blanca religión la ley de la horda.
Y ahora todo y todos continuamos como bestias en esta república.
Ahora todo está perdido y parece que nadie quiere saberlo.
El Orden industrioso y lacayuno, industrial y lacayuno, tecnólogo y sumiso, se conjura
contra aquellas virtudes de Helenas homéricas, de raudos Aquiles (y ya se observan parodias de Hefestion y podres estilizadas dentaduras de plexiglás)
Por el Orden impúdico se abren las puertas del Averno
y se congelan los vientos del mar. Y se hielan los desiertos.
Aquella sabiduría que era una perfección que absorbe, una caricia que unta,
se cambió por este expreso de Shangai cuyos raíles -raíles y bisontes-
a otra estación Mauthausen nos conducen.
Recuerdo como con papá y mamá iba arriba, al bonito reservado, a degustar mis cangrejos
y mis vieiras laminadas con tomatitos de invierno. Se hacía dichoso lo individual,
extenso Libro de Horas la Forma, de oro la puerta damasquina se volvía. Agradezco a mis papás la hermosa tradición que me legaron. Pero pasó,
pasó aquello como pasa la arena a través de la medida clepsidra, como pasa el agua
del tiempo a través de la cintura voluptuosa de la clepsidra. Ya ahora en mitad del camino
de mi vida, recordando con amor aquella arcadia (el maître no oía inmorales planes de sexo como debe oír ahora, ni pazguatos y analfabetos comentarios de futbolistas o sus presidentes), recordando aquella feliz memoria que -ay- no fue promesa de futuro, derrotada la flor del tiempo,
poseedor de hacienda menuda y con envidiable mente decido
decido
decido desaparecer,
vagar por mis tierras gallegas,
saberme propietario de lo noble e inmortal,
vagar por bosques de eucalipto,
vagar por mi sonrosada melancolía,
y escribir, a nadie escribir,
las líneas precisas, incompletas, e incomprensibles de este elegíaco poema.