Nací en el año 71, en medio de una burguesía hacendada muy chapada a la antigua. Tuve profesores privados y hasta mis dieciséis o diecisiete años no vi la televisión. Mis papás creían fuertemente en inculcarnos a mis hermanas y a mí una educación humanista y moral, indiscernibles la una de la otra. Se perseguía ser sabio a la par que recto y decente. Mis papás pretendían que sus hijos se convirtieran en señores del universo y amos de su destino y de su propia condición, mediante una toma de conciencia científica del mundo empírico, y una toma de conciencia religiosa de la trascendencia y la relevancia de nuestros semejantes. Nos educaban con el ejemplo y con su virtud, censuraban nuestras faltas arguyendo argumentos e ideas, y su previsión y su intervención era prácticamente siempre modélica. No incurrían en mensajes embarullados, oscuros, libertarios, contradictorios, sino en la coherencia y orden que da una educación clásica y tradicional. Su ideal era propagarnos un saber y una ética cultivada, unos valores -si esto no sonara demasiado enfático- eternos. Deseaban que lográramos o alcanzáramos una máxima humanidad erudita y que nos tensáramos en nuestra singularidad elaborada. Y ahí, a qué dudarlo, mucho intervinieron libros y lecturas, museos y reglamentos, amor, consejos y fe. De adultos los tres hermanos, pese a idiosincrasias y distintas vocaciones, ejercemos control y dirección a nuestras creencias, comprensión y no quimeras irracionales a nuestros afectos, intención emancipadora a nuestra conducta, y pasión por la capacidad de posibilidad y matiz que significa el arte. De alguna manera no egoísta mis padres quisieron una multiplicación de sí mismos en nosotros, como ellos fueron una multiplicación de sus abuelos, y sus abuelos de sus bisabuelos. Se serenaban e incrementaban los fundamentos de la tradición con cada generación, se anudaba con preciosismo cada eslabón de la cadena. Mis hermanas me cuentan lo difícil que les resulta esta transmisión para con sus hijos e hijas.
El humanismo tradicional te conformaba o configuraba con un modelo con su propia capacidad de estructuración. Pero hoy educa la tribu de los media -Internet, televisión, cine, seriales de Netflix- y la marea u océano gris de la información visual. Vivimos en una iconosfera o bombardeo o galaxia de imágenes agobiantes y planetario, y en un medio sonoro o acústico de chirridos, automóviles, fábricas, que, sumado a la aceleración del mundo, a la imposibilidad de la lentitud, crean una suerte de película o costra que enturbian la entrada de mensajes educativos clásicos. Los medios de expresión del orden visual sustituyen insensiblemente a los medios de expresión verbales, al logos. Y esos mensajes visuales se insertan en las conciencias de los chavales y niños casi como con la percepción de un psicótico. Unos tienen -afortunadamente- un contexto clásico, pero muchísimos otros son caóticos, azarosos, con condicionamientos inéditos a los propósitos familiares, hay mensajes visuales -de Facebook, de series y películas- que refutan, niegan, ponen en duda, el ideario familiar. Muchas veces también entra en la conciencia de los hijos de los padres mensajes con formulaciones nihilistas, o angustiosos, o tétricos, o de pérdida de compasión o valor de todo lo humano. Y ello queda retroalimentado por la influencia de la pandilla escolar o de los contactos en las redes sociales que a su vez no pueden actuar de contrapoder pues, por falta de experiencia y madurez, son muy influidos por los mensajes antagónicos antes mencionados. Y así es como vemos ya en plena Universidad a tipos humanos desestructurados, de humanidad limítrofe o muy lábil, tipos a los que el influjo de la publicidad y los mass media convierte en cansados hedonistas, sin rigor moral o capacidad de alegría y trabajo, nada estoicos -su umbral para no tolerar la frustración es mítico- , sin pasiones culturales ni intelectuales de altura y de verdadera calidad, sin nociones claras y distintas sobre las cumbres y los abismos humanos (sobre, en fin, ideas exactas y no estereotipadas del bien y el mal) , con un espíritu interior sin ímpetu ni impulso, incapaces de ser distintos porque su medio es la uniformidad y su tótem el igualitarismo, etcétera etcétera. Son los milenials, una generación cuya única libertad es la experiencia sexual promiscua, el sexo conejero y de imitación de las web porno, pero ayunos de la libertad de ser, crecer, florecer, y transmitir esa arraigada esencia a sus hijos. Disculpen este post pesimista. Lo veo todo muy negro.