Día lluvioso, con nubes tertulianas, borbotoneantes, que “grinyolen”, como se dice en catalán, que “dringuen” como también se dice en esa lengua románica, que “espateguen”, “s´esmuneixen”, día lluvioso con un blanco en el cielo de papelillo de cigarrillo requemado. A la mañana, o por la mañana, me leí el libro de Mikita Brottman, Contra la lectura. Es un libro que en tono desenfadado habla, desde un incombustible amor a los libros o bibliofilia, de algunos de sus peligros, como que te recluyas en una especie de campana pneumática aislada, que una fuerte experiencia libresca empiece a nublar tu juicio –bovarysmo, donjuanismo, hamletismo- ya que no has desarrollado tu facultad perceptiva al hilo del mundo y sus ordinarias experiencias entre “ordinary people”. Asimismo la autora habla de modos y manías lectoras, de lo ridículas –a su juicio- de las propensiones apocalípticas que proclaman algunos humanistas literarios, y también intenta desacralizar a los clásicos y el deber institucionalizado por la escuela y la Universidad que predican acríticamente su bondad y exigen leerlos canónicamente. El libro se parece mucho en sus conclusiones o tesis al ensayo de Daniel Pennac, Como una novela, y muchos de los mandamientos o decálogo de los derechos del lector que enumeraba el francés coinciden con los ideales de la autora estadounidense. Hay que ser un lector hedónico, los “otros” no son semi-simiescos por el hecho de no leer o bien leer novelas románticas y best-sellers, los libros no son sagrados ni el mejor de los objetos idealmente creados por el Hacedor o el Universo. Si alguien lee este blog –lo que dudo- les diré que yo clasifico mi pasión lectora en tres estanterías simbólicas, a saber, (1) libros de lectura obligatoria (2) libros de lectura opcional y (3) libros de lectura sugerida. Los del apartado (1) son libros que tengo que leer antes de que me muera –leemos frente o contra la muerte, no se olvide- y los del apartado (3) libros que no pasa nada si no los leo antes que la espiche. Al cajón (1) necesariamente no deben ir los clásicos universales de la literatura ni a (3) los detritus de la historia de la literatura de la imaginación y la inteligencia. Me gusta lo bueno y detesto lo malo, tal es el quid del gusto, pero hay una dimensión de curiosidad arbitraria en mis gustos y paladar. No todo es nouvelle cousin frente a McDonald´s, a veces hay cocina de la abuela muy apetitosa y nutritiva. El libro de la Sra. Brottman se lee enseguida, así que deglutido ya, me apetecía un poco más de libros sobre libros, de libros cuya galaxia referencial fuesen también libros. Entonces empecé a leer Los raros, de Gimferrer, en Bitzoc, y Diario de un librero, de Shaun Bythell, en Malpaso. El libro de Gimferrer tiene una suntuosa prosa joyante y sinuosa, almibarada y oriental, como de salterio y grimorio, demorada y de bujía anochecida proustiana, Una quintaesencia de esplendores de ajenjo, de historiados tirabuzones de espuma. Desde memorias dieciochescas y crónicas de indias hasta oscuros poetas modernistas todo pasa por el tamiz subjuntivo y entre paréntesis del barcelonés. Un abalorio de marfil, un diorama de luces es el espléndido libro tributo del de Verlaine, Los poetas malditos, y el de Rubén Darío, también intitulado Los raros. El libro de Mr. Bythell es una crónica jocosa y bienhumorada de los placeres y días y disgustos de un librero de viejo escocés. Ameno, transparente y solar, pese a la pertinaz llovizna británica. Vale la pena leerlo para no caer en utopías ni falsos idealismos sobre el noble oficio de librero (si uno desea hacerse rico más que vender libros que venda cemento o alfileres de corbeta o coches o silicona o petroleros. Enfín. C´est le monde…)