Ah aquel mundo de ayer de mi infancia
cuando iba con mis papás arriba
al reservado del restaurante (Le gens que j´aime, por ejemplo)
El aire rizado del verano dormía a la coctelería.
Lo recuerdo todo con una intensísima claridad de símbolo:
la gente tan educada, ordenada, exacta y sólida,
la falta de plebeyez o engaño o nihilismo,
el pensamiento augusto, casi soberbio,
subrayando esa idea firme y cruel y magnánima
que el dinero -perdóneseme- lo debe tener quien lo debe tener.
Era una época de lirios ruskianos, de música mozartiana
al mar abriéndose, de chelo en la noche y violín celeste en el otoño,
de playas que amanecían con luz igual a la de una pastelería vienesa.
O de sabor lindo de cangrejos tras la cristalería verdina
de una tasca memorable en Sitges. Sí, hace ya tiempo nosotros fuimos los reyes del mundo.
Sin cutres revistas del corazón ni carreteras atestadas de turistas,
nosotros, los dignos propietarios del mecanismo de la Historia, el Arte, y la Vida,
amábamos y eramos amados.
Nuestras plegarias se atendían y el mundo estaba bien hecho.
Nos abandonó el Altísimo. Insensible, oculta, imperceptiblente se socavó aquella vieja ley.
Se empezó a oír, insensible, insoslayablemente, el crujido o bostezo de otra osamenta, de otro eje y sostén del orbe.
Los bárbaros se bañaban en nuestras termas y bebían de nuestras copas.
Subieron al proscenio hombres muy rudos, mendaces y rapaces de dinero,
con mentes vulgares y zafio conducirse; compraban la ropa en El Corte Inglés o Zara.
Arreciaba el tsunami de las muchedumbres.
La neblina ácida de la horda quemaba mi mundo.
Ahora ya todo es una república de cochinos holgándose en la piara.
Todo está perdido y nadie quiere saberlo.
El Orden industrial, industrioso y lacayuno es la muerte y nadie quiere saberlo.
El Orden tecnólogo y sumiso es la muerte y nadie quiere saberlo.
Este Orden impúdico congela los vientos del mar y nadie quiere saberlo.
Soy un muerto viviente. Ahora ya solo vivo -y poco- en la memoria. Insulto a los hot-dogs y solo degusto mis cangrejos y mis vierias laminadas con aceitunas negras y tomatitos de invierno. Mi hora, mi ahora es un invierno perenne. Agradezco a mis papás la ley adamasquina -hoy elegía- que me legaron, sus dioses y sus arcadias. Agradezco al maître su laissez faire y compadezco a los camareros de hoy oyendo a los horterísimos futbolistas y sus presidentes.
Soy un muerte viviente. Pero con envidiable mente
imito a Lampedusa
decido desaparecer
vago por mis tierras gallegas
me sé propietario de lo mejor, de lo inmortal,
ausculto a los sutiles vaivenes del eucalipto,
sonrío melancólicamente
no voy en grupos de más de dos,
y escribo o leo en esta Era del Sfumatto.
No publico, me oculto por seguir a Epicuro,
y decido acabar (nunca las he comenzado)
las líneas mediocres, imprecisas e incomprensibles de este envidiable poema.