
Cuando leo hay en mí un duendecillo que se despereza, aguza su vocecita grave a mi oído, y me susurra seria o murmulla implacable «me gusta/no me gusta», «apruebo/desapruebo». Ese juicio estético implícito difícilmente cambia y es casi imposible refrenarlo. Para mí representa los mayores poderes intelectuales de una intuición (la mía) ayuna de genialidad. Lo dramático es que también el diosecillo musita irrefrenable y sádico cuando escribo; ese crítico teorizante silvestre identifica mi mala escritura y se enfrenta a ella; alumbra los fantasmas de mi limitación, reflecta mis palabras vacías, opaca mis palabras felices; propugna severos cambios, enmiendas, incita a romper y tachar, se detiene y acusa sagazmente a mis poemas de redacción de mero teletipo y mampostería de cutre burdel, nota que mucho abunda la leña seca y la maleza turbia y muy poco los árboles lozanos. Si mi prosa y poesía no es gemela cercana a la virtud, si su galaxia está a años luz de la excelencia, si su elocución, viveza de imaginación, fertilidad retórica, si mi literatura toda es un conspicuo ejemplo deslucido o arcaico de mediocridad embarazosa ¿para qué escribir? La verdad desagradable entonces asoma; no tengo otro plan o designio que convertir los hábitos de mi alma en infectas palabras y frases o versos que no dimanan luz. ¿Por qué sueño en grande si soy un escritor demasiado pequeño para ser tenido en cuenta? Sí, susurra mi geniecillo, eres un escritor de segunda fila, muy menor, chato y vulgar, pero al menos (dice también) mi orgullo intelectual sabe que mi cultura o mi gusto no representa un espantoso regreso de la conciencia, una inversa sombría de alba. Si me esfuerzo puedo lograr una escrupulosa estimación de méritos sin dictaminar o pontificar mortales y prosaicos errores. Toda apreciación intelectual afinada es un logro arduo, no es, en definitiva, rutinario tema baladí. Acaso ese sea mi destino; sustituir al creador por el crítico, al poeta por el comentarista. Acaso deba abandonar la funesta manía de escribir poemas y dedicarme a describir las convenciones literarias originales de otros. Vestir y adornar y dirimir las ideas e inspiraciones ajenas, y descreer al fin de las propias.
Lo pensaré.