Reina de Francia

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Vi a la Reina de Francia en Versalles hace años.

Nunca pareció el mundo iluminado por visión más deliciosa,

deslumbraba a los sueños y al mismísimo altar de Venus.

Fulgurante como estrella matutina, llena de vida, de goce,

y del esplendor de las emociones contempladas más altas y más rosáceas.

Brillaba de luz, leche, miel, y verdes praderas.

Sus labios eran algas tibias de felino,

el mundo se nombraba si ardía su corazón, si su piececito caminaba.

Pero llevaba la crueldad contra ella sin un antídoto posible.

En la nación guillotinaron a los hombres más valerosos, los de honor y los caballeros.

Su destino quedó en manos de la burda plebe mandril de verduleras, bacaladeras y furcias.

Yo hubiera desenvainado diez mil espadads al ver

una sola mirada capaz de ofenderla.

Pero en Francia ahora ya no existía aquella generosa lealtad al rango y al sexo,

ni obediencia digna, ni subordinación del corazón,

solo desharrapados y beodos mendigos asesinos con los dientes mellados.

¡La exaltada libertad y la seda ultrafina a cambio de las berzas y los rancios potajes de garbanzos!

Habrá que acostumbrarse a todo en la vida, incluso a este infecto horror.

Habrá que soñar con pasión en aquel pasado balcón de luz y en su maquillaje hermosísimo.

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