
Ni hablar de morir en Hospital, en Ciudad,
entre híspidos médicos estúpidos e imberbes agilipolladas enfermeras
que te llaman “abuelo”.
Que me embalsamen al fraternal pino en solicitud generosa,
y sean las losas viejas de mi casa nuevas raíces o un nuevo origen, que
el testimonio de la piedra de mi casa
sea testimonio de mi ultratierra. Un poco de morfina, no más.
Y el malva y la yedra y el musgo por los muros,
por la boca las piedras,
por mi boca de cocina de leña,
jamás sopranista o atiplada
debido a estúpida química ciencia hospitalaria.
Y la Gran Dulzura por lo que sobrepasa el significado:
el agua que bebe el lobo, las cabras que rompen la escarcha,
las arañas más bellas que autobuses,la cocina con su escoba y sus paños,
el sol que resquebraja los labios,
la luna que da el último ímpetu al jabalí herido.
Todo eso en vez de morir en vicioso y desafecto Hospital.
Porque Elegancia no está reñida con Rectitud, Honor con Ciencia,
ni el enconado Dolor con la soberana Voluntad,
así como poco se aviene mi fe con blancos despachos, jeringas y
catéters.
Siento la hermosa honra de entoldar mi boca y ojos en Casa,
siento el ilustre matinal de morir acurrucado en Casa y Aldea,
no a la turbamulta de la turbia higiene.
Con sudor y el sacho abrí canales en el campo.
La Ley, el Poder y la Autoridad son mi jaculatoria.
Deseo lancen desnudo mi cuerpo al hondo bosque
y me devoren felices las carroñas.
Morir entre olores conocidos,
sintiendo como Ita lame mi pie.
Porque aldeano soy
y únicamente aquí y ahora
quiero entregar al Altísimo mis pecados.