
Mi casa lleva cerrada meses. A cal y canto.
Pero apareció un búho en el pasillo y voló hasta mi habitación.
Mamá y yo, con cuidado -los huesos de los búhos son todo aire-, con
ardides, lo sacamos por la ventana. Una ventana lisa y monocroma
que enseña al aire cálido las entrañas de la noche.
Laicos devotos y empecinados eclesiásticos ya no creen que Dios haga
milagros.
Rezo. Abro la puerta del comedor. Y aparece otro búho.
Misterio del mar en la más dulce o secreta hora de la noche.
La Virgen se apareció siglos atrás a pastores con ojos niños color olivo fresco.
Mi mamá se asusta. “No temas, le digo, no son búhos, son solo el alma
de los búhos con los huesos delicados de papá”.
Es el milagro del agua luminosa de Dios
y la encarnación en alas embelesadas de búhos.
Abro la persiana automática de la galería. Abro todas las ventanas y
contraventanas de la galería.
El segundo búho vuela soberbio, lento, a la primera,
como melodía incrustada a estrellas,
como esplendor de auriga,
sale al cielo morado de la noche, hacia su boda enamorada.
Un milagro más hospedando el sacro y emplumado airón
de la madrugada y su corona silenciosa y quieta en mi aldea feudal.
El Siglo de las Luces se escribe entero en la cabeza de los búhos.
Los siglos anchos de los labriegos caben en los delgados huesos de los búhos.
El noble pensamiento de un filósofo presocrático revive en un par de búhos.
Papá, en la incierta madrugada, rompiendo el largo sueño eterno,
apareció -gracias- cuando más lo necesitábamos.