Epitafio

Photo by kira schwarz on Pexels.com

Cuando volvió, desolada, abatida, del funeral,

la madre del burgués y ocioso oso apacible,

del aburridísimo Christian, rey boscoso

de los lobos, deseó para él un epitafio.

Y el poeta de provincias Augusto Lledó y Partagás,

amigo común de Samael y del difunto

lo esbozó compungido siguiendo con escrúpulo

los informes e inclinaciones de la verdad sin mentira

y serio envió después el epitafio, una primera redacción,

a aquella elegante y demasiado enferma dama.

«De Christian el alunado o aldeano rey

honrad dignamente, gentes de la Ribeira Sacra,

su clara, concreta, minuciosa y efímera memoria.

Loco (aunque fingió) y de noble corazón

fue arbitrario de gusto, justo de estilo y sabio de mente.

Entregó a los solícitos libros su diligencia,

y altivo en el hondón de su corazón

algún pensamiento sin reposo amaneció bello y esclarecido.

No esquivó el dolor, pero en su fracaso

miserable nunca se sintió pobre. Honrad a ese lobo

de pelambre canela. Queda aquí, en la tiniebla, bajo estas letras,

su vagabunda alma. Ese árbol, ese jardín, y la conventual piedra,

comparten con las estrellas su fe y símbolos.

Pero fue fue todavía más que todo eso, muchísimo más:

el Gran Solitario. Temen los hombres una propiedad tan atribulada:

no la hubo más noble y alta entre los incendios de sus días»

POST SCRIPTUM: Nadie fue más solitario que yo. Y, como Gloria Fuertes, puedo declarar que la soledad elegida me salió rana.

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