
La turbamulta en la plaza
le lanzaba hortalizas e improperios,
pero la reina tenía en los ojos
la tranquilidad profunda de la noche
y la muerte.
Vi a la Reina de Francia en
Versalles hace años.
Brillaba de luz, leche, miel, y verdes praderas.
Sus labios eran algas tibias de felino,
el mundo se nombraba si ardía su corazón,
si su piececito caminaba.
Pero llevaba la crueldad contra ella
sin un antídoto posible.
En la nación guillotinaron a los hombres más valerosos,
los de honor y los caballeros.
Su destino quedó en manos de la burda
plebe mandril de verduleras, bacaladeras y furcias.
Yo hubiera desenvainado diez mil espadas al ver
una sola mirada capaz de ofenderla.
Pero en Francia ahora ya no existía aquella
generosa lealtad al rango y al sexo,
ni obediencia digna, ni subordinación del corazón,
solo desharrapados y beodos mendigos
o asesinos con los dientes mellados.
¡La exaltada libertad y la seda ultrafina a cambio
de las berzas y los rancios potajes de garbanzos!
Habrá que soñar con pasión en aquel pasado
balcón de luz y en su maquillaje hermosísimo.
Signos aturquesados trenzaban
la gloria del espacio y de las introvertidas nubes.
Invencible e impecable su cuerpo
se deslizaba al fin como tercetos áureos
o como un destino de minué y luna griega.
Su corona yacía en el barro y, con sorna,
se la probaban en turno
verduleras, mendigos y meretrices.
En el cadalso conspiraba una aurora sin paraíso.
La gentuza, esa turba u horda,
gritaba con su brutez y vulgaridad acostumbrada,
igual a harapientos tiñosos y beodos.
El chusmerío hodierno iba a
disfrutar -cómo no- con la decapitación.
A la reina solo le quedaba
melancólica mirar su último ocaso.
Con usura y plebe analfabeta y zafia
no hubiesen existido las doradas monarquías.
De educación prusiana, el infecto matarife
le pisó su delicado botín, a lo que ella solo dijo:
«Pardon, mesieu».
Fueron sus últimas palabras.